Por: Hernán Montecinos
En las escuelas nos enseñan que el humanismo es un movimiento cultural cuyo origen proviene de los intelectuales del Renacimiento los que renovaron el estudio de las lenguas y literaturas antiguas. Estos estudios se encuentran referidos al periodo helenístico. A este propósito el diccionario de la Real Lengua Española define el humanismo a través de tres ideas:
1.- Cultivo o conocimiento de las letras humanas.
2.- Movimiento renacentista que propugna el retorno a la cultura grecolatina como medio de restaurar los valores humanos.
3.- Doctrina o actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos.
A decir verdad no todos podríamos estar tan de acuerdo con las ideas contenidas en estas definiciones. Quizás, desde el campo de la filosofía, la última definición se encontraría más cerca de lo que debemos entender como humanismo, teniendo presente que representa una definición más omniabarcadora, no reductiva ni limitada sólo al campo de las letras o a un periodo determinado de la historia.
Más allá de esta definición, desde otras fuentes, el humanismo nos ha sabido entregar innumerables otras definiciones. Sin embargo, la filosofía, -siempre desconfiada de las definiciones, cualquiera sea su fuente-, encuentra que éstas, por lo general, son limitadas, reductivas, no siendo lo suficientemente omniabarcadoras, cuestión a lo que la filosofía apunta como objetivo central en aquellos campos en que incursiona.
El filósofo cubano Pablo Guadarrama a este respecto señala que algo más apropiado sería concebirlo a través de la idea-fuerza contenida en la definición que nos entrega García Galló como “un conjunto de ideas que destacan la dignidad de la persona, la preocupación por su desarrollo armónico y la lucha por crear condiciones favorables al logro de tales fines”. En este caso, según Guadarrama, “se acentúa mucho más el carácter activo del hombre como sujeto transformador de sus condiciones de existencia en correspondencia con ideales de vida dignos”.
De otra parte, el filósofo Nietzsche va mucho más lejos, al señalar que en la filosofía no resulta muy propio entregar definiciones para explicar cada tema que se aborda. Si la filosofía trata de definir, en este punto Nietzsche nos advierte el peligro de caer en esta impronta. Antes que definir, Nietzsche prefiere hacer una aproximación al concepto de cada campo que aborda, lo que es cosa bien distinta. Esto porque si definir es “indicar de manera precisa”, y definición es enunciación de “cualidades que deben ser claras”, ¿cuáles de las tantas definiciones que se han dado hasta el día de hoy al humanismo reúnen las condiciones de ser claras y precisas?. No es la noción de precisión y claridad, según Nietzsche, lo que más le acomoda a la filosofía, en tanto la considera como investigación, interrogación e interpretación de los fenómenos y las cosas. Por ello Nietzsche en el campo de la filosofía, prefiere hacer una aproximación al concepto del tema a tratar, teniendo a la vista que concepto es “juicio” u “opinión” sobre un objeto.
En efecto, en la actualidad se empieza a tener la percepción que el humanismo es un concepto filosófico antes que una forma histórica de existencia o que un ideal meramente particularista de la conducta. Es, por tanto, un conocimiento valorativo del hombre destinado a sustentar el espíritu de una cultura que no se detiene en un determinado tiempo histórico (Renacimiento), ni tampoco en una determinada estética o una religión antropomórfica, ni en el iluminismo de una elite intelectual que pierde su vitalidad cuando se desvanece el espíritu que lo ha representado.
Desde este punto de vista, el humanismo no es un concepto puro de por sí dado al cual nada habría que agregar. Al contrario el humanismo, aún pese a elucubradas precisiones y definiciones enciclopédicas, jamás ha sido definido con rigor porque siempre se lo ha aceptado como una idea sobreentendida una idea flotante en un confuso sentimiento de naturalismo arcaico.
Por eso, al margen de consideraciones de épocas o de determinada cultura, podemos decir que la preocupación por el hombre es en sí mismo la idea fuerza que ha dado origen a lo que hoy conocemos como humanismo. Cuando el hombre empezó a darse cuenta de su propia humanidad es cuando aparece el humanismo en toda su plenitud. Un humanismo que, entendido en su sentido más amplio, significa un conjunto de actitudes e ideas que hacen del hombre el objeto preferencial de sus reflexiones desde los periodos más remotos hasta los más contemporáneos.
Mirado así, presenta un largo recorrido a través de la historia desde sus manifestaciones más remotas hasta la problemática condición que exhibe en el tiempo contemporáneo. De ello, podemos visualizar persistentes manifestaciones humanistas que van desde el denominado humanismo clásico al humanismo renacentista sin dejar de considerar, por cierto, sus múltiples denominaciones y categorías ya sean anteriores, intermedias y posteriores.
Sus orígenes
Como está dicho, la noción que hemos logrado captar sobre el humanismo, proviene de los espíritus del Renacimiento los que nos impusieron la idea de que las antiguas formas de vida de Grecia traducidas por su literatura y estética, estaban destinadas a ser la expresión exhaustiva del humanismo universal.
Eso es lo que hemos venido asimilando hasta ahora, lo que ha logrado convertir poco a poco el humanismo en una suerte de conocimiento de letras exhumadas, remontadas desde un origen helénico. Así, hemos entendido el humanismo como un vasto movimiento que comenzó en el siglo XV y que puede caracterizarse por un retomo al estudio de los textos antiguos olvidados, ignorados o despreciados (¿) durante el largo periodo de la Edad Media.
A partir de esta idea se acostumbra a decir que el descubrimiento de los autores clásicos determinó, por una parte, el final de la Escolástica y por otra, un vigoroso despertar de las ciencias y las artes designado con el nombre de Renacimiento. Se agrega, por ello, que el humanismo fue el prólogo y la causa del Renacimiento. Sin embargo, no se necesita conocer muy a fondo la Edad Media para que nos asalte la duda sobre la superficialidad de este criterio, porque durante todo el periodo del Medioevo, el asunto de los manejos de los autores clásicos fue cosa corriente en los conventos. La Edad Media no sólo conoció gran parte de los textos griegos y muchos de los latinos, sino que se acercó a éstos con bastante ocurrencia. Incluso más, gracias a la paciente, tesonera y perseverancia de los curas en los conventos, se debe el rescate de muchos importantes textos de la Antigüedad helenística, las que fueron restauradas, conservadas y traducidas por los monjes copistas que llevaban una vida monástica encerrados en sus conventos.
Para el caso, Anibal Ponce (Humanismo burgués, humanismo proletario) hace una distinción al respecto: La oposición del Renacimiento a la Edad Media no reside en textos más o en textos menos; el conflicto es muy profundo y se vincula a la manera cómo, en uno y otro caso, la Antigüedad ha sido interpretada. “Para la Edad Media feudal la herencia legada por la Antigüedad debía ser recogida e integrada por la nobleza y la Iglesia católica; para el Renacimiento burgués esa misma herencia debía ser asimilada en detrimento de la nobleza y de la Iglesia y en conformidad con los intereses y las aspiraciones de una nueva clase social que en sazón juvenil empezaba a moverse de manera impetuosa”
Gentile, incluso, nos aporta otra interesante arista al exponer la idea que la orientación general del Renacimiento es algo distinto a la del humanismo, porque el humanista se encierra en el estudio y en la celebración de lo que es estrechamente humano; el hombre del Renacimiento, en cambio, gira la mirada fuera del hombre y abraza con el intelecto la totalidad del mundo en el cual el hombre vive y del cual forma parte. El punto de vista es el mismo pero tan amplio que comprende toda la naturaleza.
Desde otro punto de vista, Anibal Ponce, señala que no pueden llamarse humanistas aquellos que no supieron hacer del conocimiento de las letras y arte greco-romano, un conocimiento más generalizado, sino que, al contrario, un pensamiento que se pierde en la individualidad o queda encerrado dentro de los marcos puramente elitistas. Señala, como ejemplo, un severo cuestionamiento respecto de Erasmo, considerado el más grande de los humanistas, señalando que: «para Erasmo, pues, las grandes cuestiones que interesan al mundo no debían ser discutidas sino por las élites». Y pone énfasis en este último punto por ser una creencia generalizada en la «entraña del humanismo burgués».
Y no deja de tener razón desde el momento que Erasmo, considerado además el primero de los «intelectuales», da un ejemplo de abdicación frente a su actitud respecto de las masas. Porque, a fuerza de sacrificio, Erasmo había conquistado una situación excepcional. A fuerza de estudio, de labor, de vigilias, el humanista de la burguesía había arrancado al teólogo el privilegio de una cultura que hasta entonces sólo la Iglesia usufructuaba. Más, tan pronto se encontró en posesión de esa cultura, el «intelectual» no quiso arriesgar con un gesto de intrepidez el goce de un privilegio que quería disfrutar en la tranquilidad y el egoísmo Para defenderlo propuso la formación de las élites; para no comprometerlo en el tumulto proclamó a todos los vientos que la inteligencia está por arriba y que a la verdad le basta con ser enunciada para imponerse sin esfuerzos.
Existen demasiadas evidencias para concluir que la absolutización del concepto venido desde el mundo del Renacimiento no es nada de exacto o, a lo menos, nos deben merecer serias dudas. Pues, por ejemplo, el hombre nunca fue tan libre en Grecia y, desde el punto de vista del actuar y sentir humano, el humanismo helénico se constituyó como expresión sólo de una élite intelectual minoritaria antes que la determinación del espíritu de un pueblo o una raza.
Visto así, el concepto de humanismo aparece un poco falso porque dicho de buen modo, el humanismo ni siquiera es privativo de una sola raza, ni de una época, ni tampoco de un sólo pueblo menos aún, de una clase social minoritaria o de una élite intelectual específica. La tendencia humanista o, mejor dicho, la valoración del hombre como ser fundamental del mundo y elemento constitutivo de la sociedad, ha nacido con el hombre mismo desde su origen más remoto, anterior a la civilización más antigua hasta ahora conocida.
En el sentido más amplio, el fenómeno humanista no puede ser considerado sólo a la luz de ciertas expresiones que arrancan del mundo clásico, sino que sus raíces se hunden en el suelo abonado ya por las más antiguas sociedades. Por eso, los estudios y teorías más nuevas sobre el humanismo tienden a aceptar que emerge paralelo con el estadio de desarrollo del hombre que lo determina y especifica como un horno sapiens.
A su modo, hasta el hombre más prehistórico ya fue un humanista. El sólo hecho de enterarse de su condición mortal le hacen construir estímulos para los que mueren, ofreciendo ofrendas y ritos y también erigiendo túmulos para eternizar las almas de los que mueren. Son numerosos los datos y hechos históricos más ancestrales que dan cuenta de la diversidad de ritos para los momentos de los sepultamientos. Esto es algo que el hombre ha hecho desde que salió de su estado puramente salvaje para tornarse humano hace ya muchos miles de años atrás. Así, sin tener aún la capacidad para conceptualizar lo que estaba haciendo, en estricto rigor, con sus actos, el hombre en esas épocas ya era eminentemente un ser humanista.
Desde este punto de vista, una historia del humanismo debe de tener en cuenta las manifestaciones expresadas en las civilizaciones más antiguas. En este sentido, tener presente que el arte ha jugado un papel decisivo para la expresión humanista de ese remoto tiempo. Porque no debemos olvidar que el arte siempre ha sido expresión plástica de una inquietud enteramente humanista, no por nada, el arte egipcio trasluce en su fondo un conocimiento del alma por el gesto o una inmersión en el espíritu por el ritmo. En su expresión estatuaria, encontramos ya con entrañable energía una noble y profunda preocupación por el hombre. En su expresión más fecunda, la inspiración más alta del arte egipcio la suministró el propio habitante del valle del Nilo, con su psicología agobiada puesta de manifiesto en un rostro sin sonrisa que parecía traducir la infinita tristeza de la vida. En dicho arte, qué duda cabe, se expresa ya el humanismo; si se quiere, un humanismo representado, pero humanismo al fin y al cabo.
Entonces, el humanismo ni siquiera comienza en la remota civilización egipcia con un arte dueño ya de un sentimiento avanzado de nuestro semejante como modelo plástico o como enigma interior. Comienza realmente en el limbo del hombre prehistórico, cuando éste exalta a través del aparato sombrío de su magia la importancia de su ser, puesto en relación con las divinidades groseras pero supremas de sus fetiches.
Además, el día que el hombre grabó en las paredes de las cavernas la primera silueta de su semejante, se encendió en el mundo la primera antorcha humanista. Y también, el día que se inclinó ante las primeras imágenes divinas para ofrendarle la potencia interior de su ser, cobra la primera autoconciencia de sí mismo al lograr superar su milenaria condición de estado salvaje más primitivo. En ese momento sintió que lo humano se asociaba al principio de una categoría, porque el humanismo ha sido siempre, ya se manifestara en la magia, en la religión, en el arte o en la política, una noción de la propia importancia traducida en representaciones, pensamientos y gestos.
Aclarado este punto, digamos que el humanismo apareció como concepto del momento mismo que surgió como una reflexión consciente del hombre sobre su propia condición. En tal sentido, si debemos admitir que el humanismo como “concepto” es un producto de la civilización griega, lo que conocemos hoy como humanismo clásico. Sin embargo como “hecho empírico” el humanismo surgió ya en las civilizaciones más primitivas. Como concepto lo empiezan a desarrollar ya los sofistas, constituyendo Protágoras su expresión más alta, en tanto refería al hombre como «la medida de todas las cosas». Sin embargo, para muchos tratadistas, su plenitud clásica se encuentra representada por las ideas filosóficas de Sócrates, al postular éste como centro de su filosofía al hombre mismo, señalando sobre el particular que «una vida no examinada no vale la pena vivirla».
Por cierto, si bien antes de Sócrates hubieron otros filósofos, éstos en su mayoría habían sido filósofos de la materia; habían inquirido sobre la naturaleza del mundo físico, de las cosas externas, los componentes y las leyes del mundo material. Sócrates no dejaba de apreciar que dichos temas eran sumamente importantes, pero sostenía irreductiblemente que había un tema para los filósofos mucho más digno y mucho mayor que todos los árboles y las piedras y, aún de las estrellas y de cualquier otra materia, y tal tema no era otro que el espíritu del hombre, esto es, lo que es el hombre y lo que puede llegar a ser; «conócete a ti mismo» es una de sus máximas más conocidas.
Sin embargo, es con el Renacimiento italiano que el humanismo clásico se reconstituye en forma más empírica y pujante. Situado sus orígenes a finales del siglo XIII, su forma más plena empieza a desarrollarse con Petrarca.
En una segunda etapa, desde la mitad del siglo XV, en Florencia, y con los Médicis, el humanismo genera una nueva cosmovisión. Se hace sentir al hombre como lo sentía Protágoras. La vida empieza a entenderse como la oportunidad para manifestar la capacidad de excelencia que tiene el hombre así como la posibilidad para una ilimitada producción de belleza y goce de lo hermoso. En el humanismo renacentista se acentúa el ideal de la forma, el aspecto estético de lo humano, ambos relacionados con el concepto de la personalidad individual plena, expresión de una vida bella, modelada corporalmente por el ejercicio físico y exornada por una refinada cultura espiritual, rasgos predominantes en la época clásica griega.
El humanismo renacentista, superando lo puramente filosófico, lo religioso o lo espontáneo, expresa ahora un humanismo más empírico, es decir, un humanismo que se relaciona con la mayoría de las actividades humanas, especialmente, en distintas manifestaciones artísticas y motivaciones intelectuales de diversa índole. Toma impulso la idea de la dignidad del hombre en cuanto ser que edifica su propia vida de forma autónoma y arbitraria y está llamado a ser dominador supremo y absoluto de la naturaleza y de toda esfera de la realidad terrena.
Del humanismo moderno al contemporáneo
Al postular la Ilustración que el hombre gracias a su raciocinio encuentra fácilmente el modo para realizar el bien a su semejante, está señalando el humanismo más optimista de la época moderna. Este humanismo se encarnará en la doctrina liberal, en las ideas democráticas y la fe en el progreso, ideas dominantes en el siglo XIX; y, aún en las del siglo presente. Por lo mismo, el humanismo de la Ilustración influirá sensiblemente en la formación de las concepciones sociológicas posteriores.
Sin embargo, las expresiones optimistas heredadas de la ilustración sufren su más grande crisis con las ideas filosóficas de Nietzsche. La fe en el hombre es ahora repudiado radicalmente. Religión y moral, como expresión suprema de la humanidad del hombre, no son más que pruebas de lo vil, mezquina y servil que es la naturaleza humana. Nietzsche, explícitamente señala que «el hombre debe ser superado»; en estas palabras Nietzsche resume el naufragio de toda posibilidad del hombre aquí en la tierra. No en vano se proclama como el «primer inmoralista», señalando que lo último que se le ocurriría hacer, sería «mejorar la humanidad».
Desde otra visión, el cristianismo más contemporáneo hace referencia a un humanismo pleno. Se trata de un humanismo pleno porque, paradójicamente, es también teocéntrico. Al encontrar el humanismo cristiano el último fundamento de la dignidad del hombre en Dios, se constituye en un humanismo filial, no huérfano, si se quiere, dependiente, pero con una dependencia que libera y enaltece.
En cambio, en nuestra sociedad actual, denominada a partir de la Revolución Industrial sociedad de masas, el humanismo, que en toda la historia precedente supo poner en primer plano la plenitud de lo humano, es una imagen que día a día se desdibuja más aceleradamente.
Como es sabido, la sociedad de masas se caracteriza por haber adquirido enormes proporciones numéricas, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Esta sociedad de masas, a partir de las innovaciones tecnológicas más contemporáneas, produce un consumismo inmanente cada vez más distante de los valores humanísticos que se desarrollaron desde Grecia hasta mediados del siglo pasado.
En esta sociedad de masas, el hombre pierde paulatinamente las especificidades y características que le eran intrínsecas a su propia naturaleza. De allí que la distinción de lo humano, esto es, ser individual y social, característico de la Edad Moderna, sufre un desplazamiento en favor a una nueva categoría de hombre aparecido, esto es, el llamado«hombre masa», propio de la sociedad postindustrial. Este hombre masa, no es sólo el producto de las grandes concentraciones humanas en mega ciudades o la consecuencia exclusiva del avance desmesurado de la ciencia y tecnología. Más que eso, corresponde al efecto del desarrollo de una paulatina desacralización del mundo que se ha venido gestando desde los comienzos civilizatorios. Por tanto, el hombre masa no es producto exclusivo de contingencias, sino del propio desarrollo cultural del hombre que ha llegado hoy a sus límites más extremos.
El desarrollo cultural del hombre ha sido, históricamente hablando, un proceso de continua desacralización del mundo. El mundo mágico de antaño pierde todo su encanto para dar paso al logos griego. A su vez, la naturaleza cada vez más desacralizada permite el desarrollo incesante de la ciencia y la tecnología. El producto final de este desarrollo tecno-científico, culmina en la actual fase con una completa desacralización del mundo en cuya periferia deambula el hombre masa de la sociedad tecnológica desprovisto de proyecto, perdido su sentido.
Pero además, la masa tampoco es aquella multitud vociferante de las jornadas políticas ni la opinión pública expresada a través de los medios de comunicación; es ante todo, un régimen existencial de la vida humana que impone una domesticación social inserta dentro de un aparato que regula todos los procesos colectivos fundamentalmente, los procesos psico-sociales. Los hombres quedan aprisionados dentro de este aparato produciéndose la despersonalización del individuo.
El hombre masa no sólo ha perdido su sociabilidad, sino que también su propia subjetividad para llegar a convertirse en un dato aislado, un dato inconexo, informe, en fin, engranaje de una gran máquina anónima que lo empuja y lo mueve hacia motivaciones y destinos que escapan a la decisión de su propio yo. Un hombre más que, en definitiva, se deshumaniza siendo engañado, explotado manipulado por una cultura de masas que atenta contra su autonomía.
En buenas cuentas, un hombre que ya no parece ser el centro del universo (antropocentrismo), en tanto un determinismo tecnológico ha estado debilitando esa posición. Porque ya todo se crea en función de la utilidad que pueda prestar tal o cual máquina; es decir, que el hombre cada día privilegia más el maquinismo ante que el humanismo, y esto se está tornando muy grave para la humanidad actual.
Desde el surgimiento de la sociedad de masas, ha ido aumentando el temor que la deshumanización del hombre se acreciente a límites insospechados. Porque las noticias nos informan cada día de trabajos abismantes que se están dando en toda clase de laboratorios
Así, no solamente se trata de grandes máquinas (grúas, excavadoras, etc.) que han reemplazado el trabajo físico de los hombres, sino que de robots con figura humana que se encuentran preparados para realizar los trabajos más refinados e inimaginables.
Del mismo modo se han estado creando sofisticadas máquinas que funcionan mucho más rápidamente y con mayor exactitud que el cerebro humano. En buenos términos, cada vez hay una mayor tendencia a reemplazar el pensamiento humano por el de las máquinas, en el sentido de que el cerebro humano ya no se encuentra disponible para pensar ciertas operaciones que le eran propias, porque ese campo ha sido ocupado ahora por computadoras que pueden realizar operaciones más complejas y numerosas que el cerebro humano.
Pero no sólo se trata de máquinas o computadoras, se trata también de que los laboratorios están manipulando el genoma humano, es decir, revivir aquella vieja leyenda del Golem en búsqueda del hombre perfecto, pero ya no como un acto de creación de la naturaleza, sino una creación artificial del hombre, ahora en probetas. Incluso, ya la ciencia nos ha estado asombrando con los métodos y procesos de la clonación, que aunque sus resultados positivos se han experimentado sólo en animales, quedará siempre latente el peligro que los mismos se experimenten también en los seres humanos.
De este modo, en la sociedad de masas las relaciones entre los individuos son entendidas de acuerdo con categorías técnicas y reducidas a algo meramente funcional que impiden una auténtica comunidad. Porque se debe entender que el desarrollo de las nuevas tecnologías apuntan hacia una mayor individualización y aislamiento, tanto en el mundo del trabajo como en el de la enseñanza y hasta en el mismo ocio.
En este cuadro, que tan poco tiene que ver con lo humano, si cada vez más la sociedad de masas se está llenando de hombres técnicos antes que humanos, cabe preguntarse... ¿Qué sentido tendrá la Declaración de los derechos humanos en un futuro poblado por seres que han perdido o, a lo menos, debilitado su condición específicamente humana?
Porque, si bien la ciencia y la técnica nos proporcionan adelantos fabulosos, que van desde alunizar en la luna y adentramos en el cosmos, hasta penetrar el mundo infinitesimal de la materia con el auxilio de sofisticados microscopios y nos aligera la carga de nuestros trabajos y quehaceres hasta en el mundo de lo más doméstico, la mayor dependencia del hombre respecto de la ciencia y la tecnología nos pone, a la vez, como extraña paradoja, ante un futuro plagado de incertidumbres para los propósitos mismos de la humanidad del hombre y, con ello, lo que le es consustancial e intrínseco a la esencia de su propia naturaleza.