Lo
que sigue es la traducción castellana de una transcripción editada en inglés de
un conjunto de observaciones realizadas por Noam Chomsky vía Skype el pasado 4
de febrero para una reunión de afiliados y simpatizantes del sindicato
universitario asociado a la Unión de Trabajadores del Acero (Adjunct Faculty Association of the United
Steelworkers) en Pittsburgh, PA. Las
manifestaciones del profesor Chomsky se produjeron en respuesta a preguntas
de Robin Clarke, Adam Davis, David Hoinski, Maria Somma,
Robin J. Sowards, Matthew Ussia y Joshua Zelesnick. La transcripción escrita de
las respuestas orales la realizó Robin J. Sowards y la edición y
redacción corrió a cargo del propio Noam Chomsky.
Sobre la contratación temporal de profesores y la
desaparición de la carrera académica
Eso
es parte del modelo de negocio. Es lo mismo que la contratación de temporales
en la industria o lo que los de Wall Mart llaman “asociados”, empleados sin
derechos sociales ni cobertura sanitaria o de desempleo, a fin de reducir
costes laborales e incrementar el servilismo laboral. Cuando las universidades
se convierten en empresas, como ha venido ocurriendo harto sistemáticamente
durante la última generación como parte de un asalto neoliberal general a la
población, su modelo de negocio entraña que lo que importa es la línea de base.
Los propietarios efectivos son los fiduciarios (o la legislatura, en el caso de
las universidades públicas de los estados federados), y lo que quieren mantener
los costos bajos y asegurarse de que el personal laboral es dócil y obediente.
Y en substancia, la formas de hacer eso son los temporales. Así como la
contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período
neoliberal, en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno. La idea es
dividir a la sociedad en dos grupos. A uno de los grupos se le llama a veces
“plutonomía” (un palabro usado por Citibank cuando hacía publicidad entre sus
inversores sobre la mejor forma de invertir fondos), el sector
en la cúspide de una riqueza global pero concentrada sobre todo en sitios como
los EEUU. El otro grupo, el resto de la población, es un “precariado”, gentes
que viven una existencia precaria.
Esa
idea asoma de vez en cuando de forma abierta. Así, por ejemplo, cuando Alan
Greenspan testificó ante el
Congreso en 1997 sobre las maravillas de la economía que estaba
dirigiendo, dijo redondamente que una de las bases de su éxito económico era
que estaba imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los
trabajadores”. Si los trabajadores están más inseguros, eso es muy “sano” para
la sociedad, porque si los trabajadores están inseguros, no exigirán aumentos
salariales, no irán a la huelga, no reclamarán derechos sociales: servirán a
sus amos tan donosa como pasivamente. Y eso es óptimo para la salud económica
de las grandes empresas. En su día, a todo el mundo le pareció muy razonable el
comentario de Greenspan, a juzgar por la falta de reacciones y los aplausos
registrados. Bueno, pues transfieran eso a las universidades: ¿cómo conseguir
una mayor “inseguridad” de los trabajadores? Esencialmente, no garantizándoles
el empleo, manteniendo a la gente pendiente de un hilo que puede cortarse en
cualquier momento, de manera que mejor que estén con la boca cerrada, acepten
salarios ínfimos y hagan su trabajo; y si por ventura se les permite servir
bajo tan miserables condiciones durante un año más, que se den con un canto en
los dientes y no pidan más. Esa es la manera como se consiguen sociedades
eficientes y sanas desde el punto de vista de las empresas. Y en la medida en
que las universidades avanzan por la vía de un modelo de negocio empresarial,
la precariedad es exactamente lo que se impone. Y más que veremos en lo
venidero.
Ese
es un aspecto, pero otros aspectos que resultan también harto familiares en la
industria privada: señaladamente, el aumento de estratos administrativos y burocráticos.
Si tienes que controlar la gente, tienes que disponer de una fuerza
administrativa que lo haga. Así, en la industria norteamericana más que en
cualquier otra parte, se acumula estrato ad administrativo tras estrato
administrativo: una suerte de despilfarro económico, pero útil para el control
y la dominación. Y lo mismo vale para las universidades. En los pasados 30 0 40
años se ha registrado un aumento drástico en la proporción del personal
administrativo en relación el profesorado y los estudiantes de las facultades:
profesorado y estudiantes han mantenido la proporción entre ellos, pero la
proporción de administrativos se ha disparado. Un conocido sociólogo, Benjamin
Ginsberg, ha escrito un muy buen libro titulado The Fall of the
Faculty: The Rise of the All-Administrative University and Why It Matters (Oxford
University Press, 2011), en el que se describe con detalle el estilo
empresarial de administración y niveles burocráticos multiplicados. Ni que
decir tiene, con administradores profesionales más que bien pagados: los
decanos, por ejemplo, que antes solían miembros de la facultad que dejaban la
labor docente para servir como gestores con la idea de reintegrarse a la
facultad al cabo de unos años. Ahora son todos profesionales, que tienen que
contratar a vicedecanos, secretarios, etc., etc., toda la proliferación de
estructura que va con los administradores. Todo eso es otro aspecto del modelo
empresarial.
Pero
servirse de trabajo barato –y vulnerable— es una práctica de
negocio que se remonta a los inicios mismos de la empresa privada, y los
sindicatos nacieron respondiendo a eso. En las universidades, trabajo barato,
vulnerable, significa ayudantes y estudiantes graduados. Los estudiantes
graduados son todavía más vulnerables, huelga decirlo, La idea es transferir la
instrucción a trabajadores precarios, lo que mejora la disciplina y el control,
pero también permite la transferencia de fondos a otros fines muy distintos de
la educación. Los costos, claro está, los pagan los estudiantes y las gentes
que se ven arrastradas a esos puestos de trabajo vulnerables. Pero es un rasgo
típico de una sociedad dirigida por la mentalidad empresarial transferir los
costos a la gente. Los economistas cooperan tácitamente en eso. Así, por
ejemplo, imaginen que descubren un error en su cuenta corriente y llaman al
banco para tratar de enmendarlo. Bueno, ya saben ustedes lo que pasa. Usted les
llama por teléfono, y le sale un contestador automático con un mensaje grabado
que le dice: “Le queremos mucho, y ahí tiene un menú”. Tal vez le menú ofrecido
contiene lo que usted busca, tal vez no. Si acierta a elegir la opción ofrecida
correcta, lo que escucha a continuación es una musiquita, y de rato en rato una
voz que le dice: “Por favor, no se retire, estamos encantados de servirle”, y
así por el estilo. Al final, transcurrido un buen tiempo, una voz humana a la
que poder plantearle una breve cuestión. A eso los economistas le llaman
“eficiencia”. Con medidas económicas, ese sistema reduce los costos laborales
del banco; huelga decir que le carga los costos a usted, y esos costos han de
multiplicarse por el número de usuarios, que puede ser enorme: pero eso no
cuenta como coste en el cálculo económico. Y si miran ustedes cómo funciona la
sociedad, encuentran eso por doquiera. Del mismo modo, la universidad impone
costos a los estudiantes y a un personal docente que, además e tenerlo apartado
de la carrera académica, se le mantiene en una condición que garantiza un
porvenir sin seguridad. Todo eso resulta perfectamente natural en los modelos
de negocio empresariales. Es nefasto para la educación, pero su objetivo no es
la educación.
En
efecto, si echamos una mirada más retrospectiva, la cosa se revela más profunda
todavía. Cuando todo esto empezó, a comienzos de los 70, suscitaba mucha
preocupación en todo el espectro político establecido el activismo de los 60,
comúnmente conocidos como “la época de los líos”. Fue una “época de líos”
porque el país se estaba civilizando [con las luchas por los derechos civiles],
y eso siempre es peligroso. La gente se estaba politizando y se comprometía con
la conquista de derechos para los grupos llamados “de intereses especiales”:
las mujeres, los trabajadores, los campesinos, los jóvenes, los viejos, etc.
Eso llevó a una grave reacción, conducida de forma prácticamente abierta. En el
lado de la izquierda liberal del establishment, tenemos un libro llamado The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies
to theTrilateral Commission, compilado por Michel
Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki (New York University Press, 1975)
y patrocinado por la Comisión Trilateral una organización de liberales
internacionalistas. Casi toda la administración Carter se reclutó entre sus
filas. Estaban preocupados por lo que ellos llamaban la “crisis de la
democracia” y que no dimanaba de otra cosa del exceso de democracia. En los 60
la población –los “intereses especiales” mencionados— presionaba para
conquistar derechos dentro de la arena política, lo que se traducía en
demasiada presión sobre el Estado: no podía ser. Había un interés especial que
dejaban de lado, y es a saber: el del sector granempresarial; porque sus
intereses coinciden con el “interés nacional”. Se supone que el sector
graempresarial controla al Estado, de modo que no hay ni que hablar de sus
intereses. Pero los “intereses especiales” causaban problemas, y estos
caballeros llegaron a la conclusión de que “tenemos que tener más moderación en
la democracia”: el público tenía que volver a ser pasivo y regresar a la
apatía. De particular preocupación les resultaban las escuelas y las
universidades, que, decían, no cumplían bien su tarea de “adoctrinar a los
jóvenes” convenientemente: el activismo estudiantil –el movimiento de derechos
civiles, el movimiento antibelicista, el movimiento feminista, los movimientos
ambientalistas— probaba que los jóvenes no estaban correctamente adoctrinados.
Bien,
¿cómo adoctrinar a los jóvenes? Hay más de una forma. Una forma es cargarlos
con deudas desesperadamente pesadas para sufragar sus estudios. La deuda es una
trampa, especialmente la deuda estudiantil, que es enorme, mucho más grande que
el volumen de deuda acumulada en las tarjetas de crédito. Es una trampa para el
resto de su vida porque las leyes están diseñadas para que no puedan salir de
ella. Si, digamos, una empresa incurre en demasiada deuda, puede declararse en
quiebra. Pero si los estudiantes suspenden pagos, nunca podrán conseguir una
tarjeta de la seguridad social. Es una técnica de disciplinamiento. No digo yo
que eso se hiciera así con tal propósito, pero desde luego tiene ese efecto. Y
resulta harto difícil de defender en términos económicos. Miren ustedes un poco
lo que pasa por el mundo: la educación superior es en casi todas partes
gratuita. En los países con los mejores niveles educativos, Finlandia (que anda
en cabeza), pongamos por caso, la educación superior es pública y gratuita. Y
en un país rico y exitoso como Alemania es pública y gratuita. En México, un
país pobre que, sin embargo, tiene niveles de educación muy decentes si
atendemos a las dificultades económicas a las que se enfrenta, es pública y
gratuita. Pero miren lo que pasa en los EEUU: si nos remontamos a los 40 y los
50, la educación superior se acercaba mucho a la gratuidad. La Ley GI ofreció
educación superior gratuita a una gran cantidad de gente que jamás habría
podido acceder a la universidad. Fue muy bueno para ellos y fue muy bueno para
la economía y para la sociedad; fue parte de las causas que explican la elevada
tasa de crecimiento económico. Incluso en las entidades privadas, la educación
llegó a ser prácticamente gratuita. Yo, por ejemplo: entré en la facultad en 1945,
en una universidad de la Ivy League, la Universidad de Pensilvania, y la
matrícula costaba 100 dólares. Eso serían unos 800 dólares de hoy. Y era muy
fácil acceder a una beca, de modo que podías vivir en casa, trabajar e ir a la
facultad, sin que te costara nada. Lo que ahora ocurre es ultrajante. Tengo
nietos en la universidad que tienen que pagar la matrícula y trabajar, y es
casi imposible. Para los estudiantes, eso es una técnica disciplinaria.
Y
otra técnica de adoctrinamiento es cortar el contacto de los estudiantes con el
personal docente: clases grandes, profesores temporales que, sobrecargados de
tareas, apenas pueden vivir con un salario de ayudantes. Y puesto que no tienes
seguridad en el puesto de trabajo, no puedes construir una carrera, no puedes
irte a otro sitio y conseguir más. Todas esas son técnicas de disciplinamiento,
de adoctrinamiento y de control. Y es muy similar a lo que uno espera que
ocurra en una fábrica, en la que los trabajadores fabriles han de ser
disciplinados, han de ser obedientes; y se supone que no deben desempeñar
ningún papel en, digamos, la organización de la producción o en la
determinación del funcionamiento de la planta de trabajo: eso es cosa de los
ejecutivos. Esto se transfiere ahora a las universidades. Y yo creo que nadie
que tenga algo de experiencia en la empresa privada y en la industria debería
sorprenderse; así trabajan.
Sobre cómo debería ser la educación superior
Para
empezar, deberíamos desechar toda idea de que alguna vez hubo una “edad de
oro”. Las cosas eran distintas, y en ciertos sentidos, mejores en el pasado,
pero distaban mucho de ser perfectas. Las universidades tradicionales eran, por
ejemplo, extremadamente jerárquicas, con muy poca participación democrática en
la toma de decisiones. Una parte del activismo de los 60 consistió en el
intento de democratizar las universidades, de incorporar, digamos, a
representantes estudiantiles a las juntas de facultad, de animar al personal no
docente a participar. Esos esfuerzos se hicieron por iniciativa de los
estudiantes, y no dejaron de tener cierto éxito. La mayoría de universidades
disfrutan ahora de algún grado de participación estudiantil en las decisiones
de las facultades. Y yo creo que ese es el tipo de cosas que deberíamos ahora
seguir promoviendo: una institución democrática en la que la gente que está en
la institución, cualquiera que sea (profesores ordinarios, estudiantes,
personal no docente) participan en la determinación de la naturaleza de la
institución y de su funcionamiento; y lo mismo vale para las fábricas.
No
son estas ideas de izquierda radical, por cierto. Proceden directamente del
liberalismo clásico. Si leéis, por ejemplo, a John Stuart Mill, una figura
capital de la tradición liberal clásica, verán que daba por descontado que los
puestos de trabajo tenían que ser gestionados y controlados por la gente que
trabajaba en ellos: eso es libertad y democracia (véase, por ejemplo, John
Stuart Mill, Principles of Political
Economy, book 4, ch. 7).
Vemos las mismas ideas en los EEUU. En los Caballeros del Trabajo, pongamos por
caso: uno de los objetivos declaradis de esta organización era “instituir
organizaciones cooperativas que tiendan a superar el sistema salarial
introduciendo un sistema industrial cooperativo” (véase la “Founding Ceremony” para las nuevas
asociaciones locales). O piénsese en alguien como John Dewey, un filósofo
social de la corriente principal del siglo XX, quien no sólo abogó por una
educación encaminada a la independencia creativa, sino también por el control
obrero en la industria, lo que él llamaba “democracia industrial”. Decía que
hasta tanto las instituciones cruciales de la sociedad –producción, comercio,
transporte, medios de comunicación— no estén bajo control democrático, la
“política [será] la sombra proyectada en el conjunto de la sociedad por la gran
empresa” (John Dewey, “The Need for a New
Party” [1931]). Esta idea es casi elemental, y echa raíces
profundas en la historia norteamericana y en el liberalismo clásico; debería
constituir una suerte de segunda naturaleza de la gente, y debería valer
igualmente para las universidades. Hay ciertas decisiones en una universidad
donde no puedes querer transparencia democrática porque tienes que preservar la
privacidad estudiantil, pongamos por caso, y hay varios tipos de asuntos
sensibles, pero en el grueso de la actividad universitaria normal no hay razón
para no considerar la participación directa como algo, no ya legítimo, sino
útil. En mi departamento, por ejemplo, hemos tenido durante 40 años
representantes estudiantiles que proporcionaban una valiosa ayuda con su
participación en las reuniones de departamento.
Sobre la “gobernanza compartida” y el control
obrero
La
universidad es probablemente la institución social que más se acerca en nuestra
sociedad al control obrero democrático. Dentro de un departamento, por ejemplo,
es bastante normal que al menos para los profesores ordinarios tenga capacidad
para determinar una parte substancial de las tareas que conforman su trabajo:
qué van a enseñar, cuando van a dar las clases, cuál será el programa. Y el
grueso de las decisiones sobre el trabajo efectuado en la facultad caen en
buena medida bajo el control del profesorado ordinario. Ahora, ni que decir
tiene, hay un nivel administrativo superior al que no puedes ni eludir ni controlar.
La facultad puede recomendar a alguien para ser profesor titular, pongamos por
caso, y estrellarse contra el criterio de los decanos o del rector, o incluso
de los patronos o de los legisladores. No es que ocurra muy a menudo, pero
puede ocurrir y ocurre. Y eso es parte de la estructura de fondo que, aun
cuando siempre ha existido, era un problema menor en los tiempos en que la
administración salía elegida por la facultad y era en principio revocable por
la facultad. En un sistema representativo, necesitas tener a alguien haciendo
labores administrativas, pero tiene que poder ser revocable, sometido como está
a la autoridad de las gentes a las que administra. Eso es cada vez menos
verdad. Hay más y más administradores profesionales, estrato sobre estrato, con
más y más posiciones cada vez más remotas del control de las facultades. Me
referí antes a The Fall of the Faculty de Benjamin Ginsberg,
un libro que entra en un montón de detalles sobre el funcionamiento de varias
universidades a las que sometió a puntilloso escrutinio: Johns Hopkins,
Cornell y muchas otras.
El
profesorado universitario ha venido siendo más y más reducido a la categoría de
trabajadores temporales a los que se asegura una precaria existencia sin acceso
a la carrera académica. Tengo conocidos que son, en efecto, lectores
permanente; no han logrado el estatus de profesores ordinarios; tienen que
concursar cada año para poder ser contratados otra vez. No deberían ocurrir
estas cosas, no deberíamos permitirlo. Y en el caso de los ayudantes, la cosa
se ha institucionalizado: no se les permite ser miembros del aparato de toma de
decisiones y se les excluye de la seguridad en el puesto de trabajo, lo que no
sirve sino para amplificar el problema. Yo creo que el personal no docente debería
ser integrado también en la toma de decisiones, porque también forman parte de
la universidad. Así que hay un montón que hacer, pero creo que se puede
entender fácilmente por qué se desarrollan esas tendencias. Son parte de la
imposición del modelo de negocios en todos y cada uno de los aspectos de la
vida. Esa es la ideología neoliberal bajo la que el grueso del mundo ha estado
viviendo en los últimos 40 años. Es muy dañina para la gente, y ha habido
resistencias a ella. Y es digno de mención el que al menos dos partes del mundo
han logrado en cierta medida escapar de ella: el Este asiático, que nunca la
aceptó realmente, y la América del Sur de los últimos 15 años.
Sobre la pretendida necesidad de “flexibilidad”
“Flexibilidad”
es una palabra muy familiar para los trabajadores industriales. Parte de la
llamada “reforma laboral” consiste en hacer más “flexible” el trabajo, en
facilitar la contratación y el despido de la gente. También esto es un modo de
asegurar la maximización del beneficio y el control. Se supone que la
“flexibilidad” es una buena cosa, igual que la “mayor inseguridad de los
trabajadores”. Dejando ahora de lado la industria, para la que vale lo mismo,
en las universidades eso carece de toda justificación. Pongamos un caso en el
que se registra submatriculación en algún sitio. No es un gran problema. Una de
mis hijas enseña en una universidad; la otra noche me llamó y me contó que su
carga lectiva cambiaba porque uno de los cursos ofrecidos había registrado
menos matrículas de las previstas. De acuerdo, el mundo no se acabará, se
limitaron a reestructurar el plan docente: enseñas otro curso, o una sección
extra, o algo por el estilo. No hay que echar a la gente o hacer inseguro su
puesto de trabajo a causa de la variación del número de matriculados en los
cursos. Hay mil formas de ajustarse a esa variación. La idea de que el trabajo
debe someterse a las condiciones de la “flexibilidad” no es sino otra técnica
corriente de control y dominación. ¿Por qué no hablan de despedir a los
administradores si no hay nada para ellos este semestre? O a los patronos:
¿para qué sirven? La situación es la misma para los altos ejecutivos de la
industria; si el trabajo tiene que ser flexible, ¿por qué no la gestión
ejecutiva? El grueso de los altos ejecutivos son harto inútiles y aun dañinos,
así que ¡librémonos de ellos! Y así indefinidamente. Sólo para comentar
noticias de estos últimos días, pongamos el caso de Jamie Dimon, el presidente
del consejo de administración del banco JP Morgan Chase: acaba de recibir
un substancial incremento
en sus emolumentos, casi el doble de su paga habitual, en
agradecimiento por haber salvado al banco de las acusaciones penales que
habrían mandado a la cárcel a sus altos ejecutivos: todo quedó en multas por un
monto de 20 mil millones de dólares por actividades delictivas probadas. Bien,
podemos imaginar que librar de alguien así podría ser útil para la economía.
Pero no se habla de eso cuando se habla de ”reforma laboral”. Se habla de gente
trabajadora que tiene que sufrir, y tiene que sufrir por inseguridad, por no
saber de donde sacarán el pan mañana: así se les disciplina y se les hace
obedientes para que no cuestionen nada ni exijan sus derechos. Esa es la forma
de operar de los sistemas tiránicos. Y el mundo de los negocios es un sistema
tiránico. Cuando se impone a las universidades, te das cuenta de que refleja
las mismas ideas. No debería ser un secreto.
Sobre el propósito de la educación
Se
trata de debates que se retrotraen a la Ilustración, cuando se plantearon
realmente las cuestiones de la educación superior y de la educación de masas,
no sólo la educación para el clero y la aristocracia. Y hubo básicamente dos
modelos en discusión en los siglos XVIII y XIX. Se discutieron con energía
harto evocativa. Una imagen de la educación era la de un vaso que se llena,
digamos, de agua. Es lo que ahora llamamos “enseñar para el examen”: viertes
agua en el vaso y luego el vaso devuelve el agua. Pero es un vaso bastante
agujereado, como todos hemos tenido ocasión de experimentar en la escuela:
memorizas algo en lo que no tienes mucho interés para poder pasar un examen, y
al cabo de una semana has olvidado de qué iba el curso. El modelo de vaso ahora
se llama “ningún niño a la zaga”, “enseñar para el examen”, “carrera a la
cumbre”, y cosas por el estilo en las distintas universidades. Los pensadores
de la Ilustración se opusieron a ese modelo.
El
otro modelo se describía como lanzar una cuerda por la que el estudiante pueda
ir progresando a su manera y por propia iniciativa, tal vez sacudiendo la
cuerda, tal vez decidiendo ir a otro sitio, tal vez planteando cuestiones.
Lanzar la cuerda significa imponer cierto tipo de estructura. Así, un programa educativo,
cualquiera que sea, un curso de física o de algo, no funciona como funciona
cualquier otra cosa; tiene cierta estructura. Pero su objetivo consiste en que
el estudiante adquiera la capacidad para inquirir, para crear, para innovar,
para desafiar: eso es la educación. Un físico mundialmente célebre cuando, en
sus cursos para primero de carrera, se le preguntaba “¿qué parte del programa
cubriremos este semestre?”, contestaba: “no importa lo que cubramos, lo que
importa es lo que descubráis vosotros”. Tenéis que ganar la
capacidad y la autoconfianza en esta asignatura para desafiar y crear e
innovar, y así aprenderéis; así haréis vuestro el material y seguir adelante.
No es cosa de acumular una serie fijada de hechos que luego podáis soltar por
escrito en un examen para olvidarlos al día siguiente.
Son
dos modelos radicalmente distintos de educación. El ideal de la Ilustración era
el segundo, y yo creo que el ideal al que deberíamos aspirar. En eso consiste
la educación de verdad, desde el jardín de infancia hasta la universidad. Lo
cierto es que hay programas de ese tipo para los jardines de infancia, y
bastante buenos.
Sobre el amor a la docencia
Queremos,
desde luego, gente, profesores y estudiantes, comprometidos en actividades que
resulten satisfactorias, disfrutables, actividades que sean desafíos, que
resulten apasionantes. Yo no creo que eso sea tan difícil. Hasta los niños
pequeños son creativos, inquisitivos, quieren saber cosas, quieren entenderlas,
y a no ser que te saquen eso a la fuerza de la cabeza, el anhelo perdura de por
vida. Si tienes oportunidades para desarrollar esos compromisos y preocuparte
por esas cosas, son las más satisfactorias de la vida. Y eso vale lo mismo para
el investigador en física que para el carpintero; toenes que intentar crear
algo valioso, lidiar con problemas difíciles y resolverlos. Yo creo que que eso
es lo que hace del trabajo el tipo de actividad que quieres hacer; y la haces
aun cuando no estés obligado a hacerla. En una universidad que funcione
razonablemente, encontrarás gente que trabaja todo el tiempo porque les gusta
lo que hacen; es lo que quieren hacer; se les ha dado la oportunidad, tienen
los recursos, se les ha animado a ser libres e independientes y creativos: ¿qué
mejor que eso? Y eso también puede hacerse en cualquier nivel.
Vale
la pena reflexionar un poco sobre algunos de los programas educativos
imaginativos y creativos que se desarrollan en los distintos niveles. Así, por
ejemplo, el otro día alguien me contaba de un programa que usa en las
facultades, un programa de ciencia en el que se plantea a los estudiantes una
interesante cuestión: “¿Cómo puede ser que un mosquito vuela bajo la lluvia?”
Difícil cuestión, cuando se piensa un poco en ella. Si algo impactara en un ser
humano con la fuerza de una gota de agua que alcanza a un mosquito, lo abatiría
inmediatamente. ¿Cómo puede, pues, el mosquito evitar el aplastamiento
inmediato? ¿Cómo puede seguir volando? Si quieres seguir dándole vueltas a este
asunto –dificilísimo asunto—, tienes que hacer incursiones en las matemáticas,
en la física y en la biología y plantearte cuestiones lo suficientemente
difíciles como para verlas como un desafío que despierta la necesidad de
responderlas.
Eso
es lo que debería ser la educación en todos los niveles, desde el jardín de
infancia. Hay programas para jardines de infancia en los que se da a cada niño,
por ejemplo, una colección de pequeñas piezas: guijarros, conchas, semillas y
cosas por el estilo. Se propone entonces a la clase la tarea de descubrir
cuáles son las semillas. Empieza con lo que llaman una “conferencia
científica”: los nenes hablan entre sí y tratan de imaginarse cuáles son
semillas. Y, claro, hay algún maestro que orienta, pero la idea es dejar que
los niños vayan pensando. Luego de un rato, intentan varios experimentos
tendentes a averiguar cuáles son las semillas. Se le da a cada niño una lupa y,
con ayuda del maestro, rompe una semilla y mira dentro y encuentra el embrión
que hace crecer a la semilla. Esos niños aprenden realmente algo: no sólo algo
sobre las semillas y sobre lo que las hace crecer; también aprenden algo sobre
los procesos de descubrimiento. Aprenden a gozar con el descubrimiento y la
creación, y eso es lo que te permitirá comportarte de manera independiente
fuera del aula, fuera del curso.
Lo
mismo vale para toda la educación, hasta la universidad. En un seminario
universitario razonable, no esperas que los estudiantes tomen apuntes literales
y repitan todo lo que tu digas; lo que esperas es que te digan si te equivocas,
o que vengan con nuevas ideas desafiantes, que abran caminos que no habían sido
pensados antes. Eso es lo que es la educación en todos los niveles. No consiste
en instilar información en la cabeza de alguien que luego la recitará, sino que
consiste en capacitar a la gente para que lleguen a ser personas creativas e
independientes y puedan encontrar gusto en el descubrimiento y la creación y la
creatividad a cualquier nivel o en cualesquiera dominios a los que les lleven
sus intereses.
Sobre el uso de la retórica empresarial contra el
asalto empresarial a la universidad
Eso
es como plantearse la tarea de justificar ante el propietario de esclavos que
nadie debería ser esclavo. Estáis aquí en un nivel de la indagación moral en el
que resulta harto difícil encontrar respuestas. Somos seres humanos con
derechos humanos. Es bueno para el individuo, es bueno para la sociedad y hasta
es bueno para la economía en sentido estrecho el que la gente sea creativa e
independiente y libre. Todo el mundo sale ganando de que la gente sea capaz de
participar, de controlar sus destinos, de trabajar con otros: puede que eso no
maximice los beneficios ni la dominación, pero ¿por qué tendríamos que
preocuparnos de esos valores?
Un consejo a las organizaciones sindicales de los
profesores precarios
Ya
sabéis mejor que yo lo que hay que hacer, el tipo de problemas a los que os
enfrentáis. Seguid adelante y haced lo que tengáis que hacer. No os dejéis
intimidar, no os amedrentéis, y reconoced que el futuro puede estar en nuestras
manos si queremos que lo esté.
Traducción para www.sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro
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