Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física
La democracia actual es una ilusión. Los representantes no
representan a los representados. Las altas tasas de abstención, el
monopolio de los medios de comunicación, el clientelismo estatal, la
falta de transparencia en los actos públicos, el sistema electoral,
la convierten en un medio de contención y administración de la
diferencia radical, vaciándola de sus contenidos clásicos y
sustantivos: la participación ciudadana, el diálogo real sobre
alternativas de desarrollo social, la promoción y construcción
progresiva de los derechos políticos, culturales, económicos y
sociales.
La democracia se ha convertido en un medio eficaz para la
contención y disgregación del movimiento social. Más eficaz que
los gobiernos militares, más eficaz que la totalización de lo
social bajo las consignas de algún doctrinarismo ideológico. La
combinación de tolerancia represiva y represión focalizada, la
constante manipulación de la opinión pública a través de
“agendas” comunicacionales artificiosas, el clientelismo objetivo
que se produce a través de la precarización del empleo estatal, el
doble discurso que combina mensajes “liberales” y “progresistas”
con amenazas veladas y advertencias sobre “enemigos” e
“imprudencias”, son sus principales herramientas.
En lo que sigue expongo algunos aspectos históricos y políticos
que han llevado a esta situación, las diferencias entre las
realidades y los discursos sobre las que han sido construida, y un
análisis de fundamentos que permita una perspectiva histórica más
amplia. A partir de estos elementos propongo algunos derechos básicos
que la ciudadanía puede esgrimir contra esta nueva forma de
opresión, y las líneas fundamentales de lo que puede ser un
programa de izquierda radical al respecto.
1. Dictadura real y dictadura imaginada
Los promotores de la democracia manipulada han sostenido sus
pretensiones en un discurso que mistifica las dictaduras militares de
los años 70 para producir el efecto de presentar todo compromiso
culpable como realismo obligado y todo pequeño progreso como un
triunfo sobre el terror.
La dictadura es presentada como terror homogéneo e
indiscriminado, como exceso meramente militar, como oscurantismo
carente de cualquier racionalidad que no sea el totalitarismo
fascista y el ejercicio de la fuerza bruta. Con esta homogeneidad,
que en Chile se habría extendido desde 1973 hasta 1989, los que
sobrevivieron a dos o tres meses de encierro pueden hoy aparecer como
torturados, a la par con los que fueron asesinados; los que volvieron
al país a partir de 1980 pueden aparecer operando en la
“clandestinidad”, bajo una constante amenaza de muerte; y los que
en 1988 pactaron mantener la Constitución de Pinochet pueden ser
considerados como astutos negociadores que habrían logrado derrotar
la vanidad ciega y la estupidez de un tirano.
Cualquier ciudadano que forme parte de la enorme mayoría que se
vio obligada al
in-cilio durante esos diez y siete años puede
recordar una realidad muy diferente. Cualquier investigación
histórica que haya indagado en la racionalidad de esas dictaduras
puede confirmar ese diagnóstico.
La dictadura militar no fue ni homogénea ni irracional, ni en el
plano social y económico (en que vivimos sus consecuencias hasta el
día de hoy), ni tampoco en el plano directamente represivo.
Aún un estudio muy somero de las formas de la represión militar
durante el período mostraría que en Chile hubo cuatro años y medio
de
terror (septiembre 1973 – abril 1978) y algo más de diez
años de
miedo (mayo 1978 – octubre 1989). La diferencia es,
física y políticamente, muy significativa.
Durante el terror, después de un breve período de violencia
vengativa e indiscriminada (septiembre – noviembre 1973), se
practicó el exterminio físico de las estructuras partidarias de los
movimientos de izquierda de manera sistemática y planificada. Tan
planificada que cuando se observa la militancia de los asesinados y
desaparecidos de cada época se ve claramente que 1974 fue el año
del MIR, 1975-76 el de los socialistas, 1976-7 el de los comunistas.
Tan sistemática que cuando se observa la relación entre torturados
y desaparecidos se constata que, en general, salvo los inevitables
excesos debidos a la brutalidad de los procedimientos, sólo se
torturó a quienes resultaran necesarios para encontrar a los
objetivos, y solo se asesinó y se hizo desaparecer a los objetivos
principales, que eran los cuadros que formaban la estructura de los
partidos perseguidos. Se pueden invocar decenas, y quizás cientos,
de excepciones (los torturados fueron decenas de miles, los
asesinados alrededor de 3500), pero el plan general, y su siniestra
racionalidad, es nítido: sólo se asesinó a los que se consideró
“necesario” asesinar. La enorme mayoría de los apremiados y
torturados para producir tal exterminio fueron liberados, en general
después de períodos que van entre una semana y dos meses, y
sirvieron al objetivo, no menos siniestro, de difundir el temor
general en el resto de la población. Es importante consignar, sin
embargo que, debido a la polarización que la sociedad chilena
alcanzó antes del golpe de Estado, este temor difuso se
circunscribió casi exclusivamente en el segmento de la población
que había simpatizado con la Unidad Popular. Mucho más de la mitad
de la población chilena simplemente le dio la espalda a los
perseguidos durante esos primeros años. Incluso diez o quince años
después del golpe militar había una significativa proporción de la
población que negaba el asesinato masivo conocido y que, en todo
caso, vivió tiempos de plena “tranquilidad”, como si nada
estuviera pasando.
La lógica de los grandes magnicidios es la misma. Muchos chilenos
fueron asesinados en el exterior. La mayoría en Argentina, como
efecto de la coordinación criminal que fue el Plan Cóndor. Pero no
hubo una política homicida en contra de las decenas de miles de
exiliados. Asesinatos como los de Orlando Letelier y Carlos Prats,
atentados como el que afectó a Bernardo Leigthon, obedecieron a
propósitos específicos, y perfectamente “racionales”. En la
misma línea se pueden contar los asesinatos tardíos de Eduardo Frei
Montalva y Tucapel Jiménez, y el atentado contra el general Gustavo
Leigh. Otros asesinatos que afectaron a militares como Oscar Bonilla
o Augusto Lutz, a los cuales el Ejército ha bajado sistemáticamente
el perfil durante cuarenta años, obedecieron a la misma lógica.
El terror instaura el miedo general, pero ambos obedecen a lógicas
y políticas muy distintas, claramente diferenciables. Desde mediados
de 1978 el número de personas buscadas, asesinadas y hechas
desaparecer disminuye brusca y visiblemente. De manera consonante, la
práctica de apresar y torturar grandes números de personas
relacionadas, que apoyaba ese objetivo, fue abandonada. Se dejó la
política del terror y se implementó de manera consistente la del
miedo generalizado.
En esta nueva etapa (mayo 1978 – octubre 1989), con la notoria
excepción de la desarticulación del Frente Patriótico Manuel
Rodríguez (1896-1989), que siguió las pautas del asesinato buscado
y ejecutado de acuerdo a un plan sistemático
,
las muertes ocurridas en contextos represivos, probablemente entre
doscientas y quinientas personas, ocurrieron sobre todo en las
grandes protestas populares de los años 1983 – 1986. Se buscó
disuadir e infundir el miedo masivo disparando de manera
indiscriminada contra manifestantes, pero se usó para esto a
personal emboscado, a francotiradores protegidos, en ocasiones y
lugares señalados. Por supuesto en los barrios populares, no en las
comunas en que viven las capas medias que también, en su momento,
salieron masivamente a la calle.
Por mucho que se usara la movilización de tropas para amedrentar a
los pobladores más radicalizados, no hubo, sin embargo, la matanza
expresa, directa, de las tropas enfrentadas a la población civil. Y
no es que el Ejército chileno no pudiera o no supiera hacerlo.
Matanzas directas, en que soldados disparan sobre trabajadores, han
ocurrido a lo largo de toda la historia de Chile. Entre 1978 y 1989
no las hubo. Y es muy importante preguntarse por qué.
Para infundir el miedo general se usaron activamente sobre todo
los medios de comunicación, cuya complicidad con las políticas
represivas de la dictadura no ha sido asumida por sus dueños, los
mismos de entonces, hasta el día de hoy. Pero se usó también el
recurso a asesinatos notorios, particularmente crueles, a los que se
dio publicidad masiva. Es el caso de Manuel Guerrero, José Manuel
Parada y Santiago Nattino. Es también el caso de Tucapel Jiménez.
Sin embargo, la gran diferencia, la diferencia crucial, entre el
terror y el miedo, es que el pueblo chileno resistió, luchó en
contra y derrotó la política del miedo de manera activa y masiva.
Entre 1983 y 1986 el pueblo chileno simplemente superó el miedo a la
dictadura de Pinochet. Y esa superación ocurrió a través de
protestas populares extraordinariamente amplias y masivas, que
alcanzaron grados de radicalidad que ningún amedrentamiento pudo
sofocar.
La amplitud de esas protestas se expresó no sólo en la
radicalidad de las barricadas masivas, que entre 1983 y 1984
alcanzaron incluso los barrios de los sectores medios y se repitieron
en todas las ciudades de Chile, sino también en muy amplios
movimientos de ciudadanos que empezaron a pensar nuevamente en
términos de derechos políticos, económicos y sociales
fundamentales. Se pensó en una nueva Constitución, aparecieron
grupos de profesionales que pensaron el derecho a la salud, a la
educación, a la vivienda. Las universidades buscaron liberarse de la
tutela militar, se conversó abiertamente en términos de pluralismo
ideológico, e incluso los comunistas, ya en 1985, pudieron abrir y
mantener públicamente un instituto de trabajo teórico y cultural.
Prosperó la prensa alternativa (La Época, Fortín Mapocho,
Análisis, Apsi). Se asistió a un gran florecimiento del arte y la
actividad cultural anti dictatorial. Se inició el camino de la nueva
historiografía chilena, de marcada inspiración marxista. Una
institución no reconocida por el Estado, que congregaba a
intelectuales pública y manifiestamente de izquierda (el Instituto
que se convirtió luego en la Universidad Arcis) fue calificada nada
menos que por El Mercurio como una de las “luces de la República”.
Hablar de miedo en Chile entre 1980 y 1988 es simplemente omitir
esta enorme y pública actividad de resistencia y lucha social,
cultural y política. La mayoría de los exiliados por razones
políticas volvieron,
y la mayoría de los que volvieron encontraron oportunidades
laborales, con la obvia excepción de los empleos dependientes del
Estado. Notoriamente los exiliados que provenían de las capas
medias, y que aprovecharon su exilio para obtener cualificaciones
académicas, encontraron amplias oportunidades en el frondoso mundo
de las ONG, que en esos años contó con múltiples fuentes de
sustanciales recursos. Un efecto curioso de este retorno, y de esta
vida que ha superado el miedo, es que nunca antes en Chile, ni
siquiera bajo el gobierno de Salvador Allende, se escribió y publicó
tanto en Ciencias Sociales como en el período 1983-1988. Por primera
vez llegó a existir un estrato de intelectuales relativamente
masivo, cuya enorme mayoría salvo, por supuesto, por el fenómeno de
su “renovación” entonces plenamente en curso, podía contarse en
la izquierda, en todo caso, y públicamente, contraria a la
dictadura.
Nadie puede decir, al menos sinceramente, que en 1984-1989
imperaba el miedo en Chile. Aún con los asesinatos esporádicos, aún
con las campañas de amedrentamiento, el Chile cotidiano, los
círculos políticos e intelectuales, ya no funcionaban bajo la clave
opresiva del temor. El resultado político de todo esto,
extremadamente decisivo y relevante, es que simplemente desapareció
la capacidad de la dictadura de darle una salida militar a sus
dificultades. La apelación a la solución militar, en cualquier
circunstancia, requiere de un sólido contexto político y social.
Desde luego, las clases dominantes deben necesitarla y requerirla.
Pero debe haber también importantes sectores de la población
dispuestos a respaldarla. Ese contexto existió en Chile entre 1973 y
1978. Y había desaparecido completamente en 1984-1989. Dispuestos a
desarrollar el capitalismo sin contratiempos doctrinarios ninguna
aventura militar, como la de Tejero en España, o la de los generales
argentinos en la Guerra de las Malvinas, pueden detener el firme
propósito de las clases dominantes de completar su hegemonía
económica a través de la “normalidad política”. Y es por eso
que nadie, ni los comandantes de las otras ramas de las FFAA, ni su
propio Ministro del Interior, ni la embajada de Estados Unidos, apoyó
el deseo irreflexivo de Pinochet de revertir por la vía militar el
resultado del plebiscito de 1988. Cualquier conocedor medianamente
agudo, en el momento mismo, e incluso desde dos años antes, podía
prever que sería llevado a esa situación. Desde luego la ya formada
Concertación de Partidos por la Democracia lo sabía. Por eso la
tranquilidad de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, entrevistado por la propia
televisión estatal supuestamente en manos de Pinochet, en la noche
del 5 de octubre de 1988. Por eso Ricardo Lagos es salvado por una
mano oscura de los asesinatos cometidos en venganza por el atentado
contra Pinochet en septiembre de 1986. Y es por eso que el triunfo
del plebiscito se celebró en las calles, masivamente, sin que nadie
esperara ser acribillado a balazos o siquiera disuadido con gases
lacrimógenos.
2. El sentido de la dictadura
Existe un amplio consenso entre los analistas sociales e
historiadores en torno a que el gran contenido de la dictadura
chilena no fue otro que la implementación del modelo neoliberal.
Prácticamente nadie duda ya que el modelo institucional y político
social consagrado en la Constitución de 1980 fue pensado para hacer
posible ese modelo económico, y darle estabilidad política. Y hoy
día se sabe que los promotores del modelo, conocidos como “Chicago
boys”, estuvieron presentes ya en el programa presidencial de Jorge
Alessandri en 1970, que se presentaron ante militares y empresarios
como alternativa fundacional incluso antes del golpe de 1973, y
conocemos por múltiples vías, incluso a través de sus propios
relatos, la lucha que dieron al interior del gobierno de Pinochet
contra los escasos militares nacionalistas entre 1973 y 1975.
El terror ejercido por la dictadura, motivado en su origen por los
fantasmas y tensiones de la Guerra Fría, sirvió de marco objetivo
no sólo para la “pacificación” y el sometimiento de las
demandas sociales levantadas en el ciclo 1963-1973, sino también
para su extremo desmantelamiento. Operó como el marco de hecho de la
destrucción de todo asomo de Estado de Bienestar o proyecto
desarrollista, y de la liquidación de toda demanda o conquista
social relativamente avanzada. Desde la simple y llana derogación en
bloque y de un plumazo del Código del Trabajo, hasta la elaboración
de un marco institucional completo. Pocos dudan de que el terror
político y el shock económico neoliberal fueran dos caras de un
mismo proceso.
La dictadura operó como una gran fuerza disciplinante. De la
fuerza de trabajo, de las aspiraciones sociales, del horizonte de
expectativas de los sectores que ocuparon el centro político, en
particular de la Democracia Cristiana.
Pero también la notoria descomposición del bloque de países
socialistas a lo largo de los años 70 operó en el mismo sentido.
Los sectores medios, los políticos e intelectuales que provenían
del asenso y apertura de las capas medias y que fueron llevados al
radicalismo político en los años 60, emprendieron su “renovación”.
Un amplio viraje hacia la “moderación”, acompañado de sonadas
autocríticas, de oportunas desilusiones, y del “descubrimiento”
de las bondades de la democracia liberal. Los palos de la dictadura y
las tentadoras zanahorias ofrecidas por las ONG resultaron
irresistibles. La crítica de las realidades del socialismo,
ampliamente criticables, operó como puente oportuno para la
aceptación implícita de los fundamentos del modelo económico y
social que se promovía desde la derecha.
El “socialismo democrático” que surgió de esta serie de
factores convergió con facilidad y sospechosa rapidez con el
“liberalismo democrático” proclamado ahora por los mismos que
habían fomentado el golpe de 1973. Respecto de esta feliz
conjunción, que realizaba hasta más allá de imaginable las
ambiciones del “compromiso histórico” promovido por el centro
político europeo en los años 70, sólo restaban dos escollos
visibles y molestos: la dictadura militar y el movimiento popular en
asenso.
Entre 1985 y 1989, en un contexto de superación del temor, en que
incluso el Partido Comunista, declarado ilegal y reprimido, mostraba
voceros y actividad pública reconocida, surgió una tendencia que en
principio podría parecer curiosa, y que se mantiene hasta el día de
hoy: los propios partidos de la Concertación se convirtieron en
voceros del miedo masivo, agitando el peligro de una nueva escalada
de terror militar como modo de llamar a la “paz”
,
a la moderación, a la negociación. Levantaron un discurso en torno
a la eventual irracionalidad de Pinochet, atribuyéndole un poder
personal sin fisuras ni límites, y una capacidad de represalia
masiva y sin contemplaciones. La gran mayoría de los adherentes a
ese conglomerado, sobre todo los provenientes de los sectores medios,
se convencieron de este discurso, lo hicieron suyo con una rapidez y
profundidad a todas luces sospechosa. Se llegó al absurdo de que
justamente los sectores sociales menos reprimidos, aquellos a los que
se toleraban los más amplios niveles de autonomía y acción
política, proclamaban un temor sostenido por los horrores que no
sufrían, un temor mucho mayor que el que imperaba en los sectores
populares en los que la represión, ahora policial, se había
convertido en una realidad cotidiana.
Los muchos analistas y teóricos políticos que escribían y
construían discurso a diario (más que en ninguna otra época en
Chile), incluso los de izquierda, levantaron un discurso que lisa y
llanamente asimiló el terror de los años 1973-1978 a las políticas
del miedo de los años 1980-1988. Un discurso que alcanzó a los
artistas, a las organizaciones de profesionales, y que trascendió al
mundo, donde se había reactivado desde las protestas de 1983 la
solidaridad con Chile, luego de que había decaído tras una serie de
causas tercermundistas emergentes. El terror en Chile se convirtió
en un ícono mundial que llevó al absurdo de que muchos europeos
simpatizantes de la causa chilena se sorprendieran al visitar el país
ante el enorme contraste entre la oscuridad que se trasmitía al
exterior y la realidad de la fuerza y la amplitud del movimiento
popular en auge. Hasta el día de hoy se suele encontrar personajes
que relatan sus “heroicos actos de resistencia” de los años
86-89, omitiendo por completo el contexto de pérdida general del
miedo en que ocurrieron.
Y esto es crucial: el relato del miedo general es necesario para
presentar, como contraste, el “heroísmo” de la lucha por la
democracia como gesta fundacional. La Concertación inventó su
propia auto glorificación exagerando la represión que sus
personeros sólo sufrieron de manera esporádica, y omitiendo por
completo el amplio movimiento social sobre el cual pudieron ejercer
sus “heroísmos”.
3. Democracia imaginada, democracia real
La lucha de todos los sectores en contra de la dictadura fue
unánimemente calificada de “lucha por la democracia”. La
contraposición simple “democracia-dictadura”, además de operar
como un muy buen eslogan de campaña, parecía no ofrecer mayor
complejidad. Aparentemente todos sabían qué era una democracia, y a
nadie le cabía ninguna duda de qué es lo que se rechazaba como
dictadura. La euforia general tras los graves compromisos políticos
y económico-sociales que marcaron la llegada de la Concertación al
gobierno fue motivada, según la óptica general, por un “triunfo
de la democracia”. Más de veinte años de plena vigencia, y
progresiva profundización, del modelo económico y social
neoliberal, sin embargo, nos obligan a preguntarnos qué fue lo que
realmente triunfó en ese conjunto de eventos tan celebrados.
Tal como hace veinticinco años nuestro problema parecía ser la
dictadura, hoy en día es muy evidente que nuestros problemas derivan
de lo que llegó a ser el régimen “democrático” que la siguió.
Ni la dictadura ni la democracia que nos han presentado son realmente
lo que se pretende. La dictadura militar no fue sino la máscara,
ineficiente, de un modelo económico depredador y sobre explotador,
la democracia actual no es sino otra máscara, pero ahora muy
eficiente, exactamente para el mismo modelo. Tal como examinar los
dobleces de lo que se nos ha presentado como dictadura es necesario
para entender nuestro pasado, y el modo en que nos condujo a la
situación actual, entender los profundos dobleces de lo que ahora se
nos presenta como “democracia” es esencial para entender nuestro
presente.
La democracia moderna, en general, ha seguido una historia
paradójica: mientras su concepto no ha dejado de enriquecerse y
crecer en contenido, su práctica real, después de unas cuantas
décadas de avances iniciales, se ha empobrecido de manera profunda y
progresiva.
Se puede rastrear el origen y desarrollo de la democracia moderna,
tanto en su concepto como en las luchas para realizarlo,
prácticamente hasta los siglos XIII y XIV. Desde la idea de
soberanía popular y la demanda por la positividad del derecho en
Marsilio de Padua, pasando por las repúblicas italianas, y luego por
todos y cada uno de los momentos revolucionarios a través de los que
la burguesía fue consolidando su hegemonía como gobierno, su
historia es larga y compleja. Su realidad efectiva, masiva,
hegemónica, como modelo institucional, sin embargo, no va más allá
de la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo a través de la
progresiva ampliación del censo electoral, primero en Francia y
Alemania, y luego en el resto de los países de Europa. En rigor los
estándares mínimos de lo que hoy aceptaríamos como un sistema
realmente democrático sólo fueron alcanzados después de la Primera
Guerra Mundial, e incluso, en la enorme mayoría de los países del
mundo, mucho después de la Segunda. Como contraste, esa es
justamente la época (años 20-30) en que empezó a ser vaciada de
todo contenido real.
Al horizonte democrático, considerado como concepto, se han ido
incorporando progresivamente rasgos, condiciones y consecuencias que,
como ideal ético y político, lo convierten en la culminación del
humanismo moderno. Existe una clara consciencia de que un sistema
político democrático requiere ciudadanos autónomos, con altos
niveles educacionales y culturales, con pleno acceso a la información
y amplia capacidad de expresar, intercambiar y promover ideas.
Se considera un requisito mínimo que la voluntad de estos
ciudadanos sea representada en la estructura del Estado a través de
elecciones abiertas, libres e informadas. Y se considera que un
complemento necesario para estos mecanismos de representación es que
los actos de la administración estatal sean plenamente transparentes
y fiscalizables tanto de manera directa como a través de organismos
independientes sobre los que también pese esta exigencia. Sin
embargo, los promotores del ideal democrático están de acuerdo
también en que estos mecanismos de representación de la ciudadanía
no deben consistir en la simple delegación de la soberanía, por
razones operativas, sino que deben contemplar y ejercer de manera
permanente la participación activa de los representados en las
deliberaciones y decisiones. Muchos teóricos incluso consideran que
es esta condición participativa la que es la verdadera sustancia del
régimen democrático, y que los mecanismos de representación deben
estar subordinados a ella. Existe, por esto, un consenso muy amplio
en torno a que un sistema formal y meramente procedimental, que se
limite a asegurar mecanismos eleccionarios, debería considerarse
incompleto y defectuoso.
Pero el ejercicio real y efectivo de la soberanía popular es
considerado hoy en día sólo el modo de un sistema democrático, no
su fundamento ni su contenido. Arraigando su reflexión en el
idealismo ético kantiano, la mayoría de los teóricos de la
democracia consideran que el fundamento de la democracia es el
supremo respeto por la dignidad humana, y muchos van más allá: el
contenido y propósito de un sistema democrático sería promover y
realizar esa dignidad.
Es por eso que hoy en día se considera que un requisito mínimo
para que un sistema político sea llamado democrático es el respeto
de los derechos humanos. Otros han agregado a este mínimo el respeto
y la promoción de los derechos económicos y sociales. Se han
agregado aún, desde muy diversos sectores ideológicos, el respeto y
la promoción de los derechos de género, y étnicos y culturales.
Hay quienes sostienen incluso que un sistema político no debería
ser considerado como realmente democrático si no promueve la
viabilidad de la comunidad humana misma, es decir, si no promueve una
convivencia sustentable y en armonía con el medioambiente. Muchas
condiciones, muchos ideales, todos deseables.
Es respecto de estos estándares, que los “defensores de la
democracia” no se cansan de repetir de una manera curiosamente
unánime, que deberíamos preguntarnos ¿qué tan democrático es el
sistema político que se nos presenta como tal?
Considerando la calidad y la altura de tales ideales, se trata de
una pregunta trivial. Sin embargo una pregunta sospechosamente
omitida por tales “defensores”. Incluso, curiosamente, el sólo
formularla con ánimo radical frecuentemente es visto como in indicio
de ánimo “antidemocrático”. El discurso sobre el ideal
democrático es tan unánime, tan insistente que, repetido como
sonsonete por políticos y medios de comunicación, parece tener el
efecto mágico de inhibir la indagación sobre su realidad efectiva.
Decir en voz alta que la democracia imperante no es democrática
parece por sí mismo un atentado contra su estabilidad.
Y si la realidad no sólo no se compadece con el ideal que se
predica de ella sino que está tan alejada que incluso lo contradice
frontalmente deberíamos preguntarnos contra la estabilidad de qué
apuntan nuestras preguntas.
Si consideramos los nobles ideales que se nos presentan como
democracia debería ser obvio que no pueden llamarse democráticos
sistemas donde impera el monopolio privado o estatal sobre los medios
de comunicación, o donde exista una flagrante y enorme diferencia
entre las capacidades de acceso a la información y de propagación
de ideas entre los ciudadanos comunes respecto de las que detentan
grandes oligopolios o aparatos estatales.
Debería ser obvio que no puede llamarse sistema democrático a un
marco institucional en que la representación esté gravemente
distorsionada por mecanismos electorales no proporcionales, por el
lobby de las grandes empresas sobre los representantes, por la falta
de transparencia real sobre los actos de los organismos del Estado,
por la inexistencia de mecanismos de consulta general y directa a los
ciudadanos sobre los problemas que los afectan, o mecanismos de
revocatoria directa del mandato de las autoridades cuestionables.
Debería ser bastante obvio también que no pueden llamarse
democráticos a sistemas políticos en que los representantes, en
contradicción expresa con lo que debería ser su mandato, aprueban
normas que perjudican gravemente a sus representados, que permiten
destruir su acceso real a los derechos económicos y sociales más
básicos, que omiten o niegan sus derechos de género, étnicos y
culturales, que permiten e incluso una relación desastrosa con el
medio ambiente.
La magnitud de estas contradicciones y daños es hoy tan grande y
tan evidente que no deberíamos dudar en nuestro juicio:
no
vivimos en un sistema democrático.
4. Un cambio histórico en la ideología dominante
Justamente este flagrante contraste entre lo que el discurso
democrático proclama y la realidad prosaica y opresiva está en el
centro del problema. El asunto más relevante no es el que no haya
realmente convivencia e institucionalidad democrática. En algún
sentido es trivial que en un sistema donde impera la
sobreexplotación, la especulación financiera, la catástrofe
medioambiental, no hay, ni puede haber, ejercicio democrático. Si lo
hubiese estaríamos ante una “torpeza”, un “descuido” o una
“irresponsabilidad” tan monstruosa de parte de nuestros
representantes que sería realmente difícil de explicar. El asunto
es más bien por qué se insiste en calificar como “democrático”
al sistema en que de manera tan manifiesta despliegan esas conductas,
y qué sentido tiene esa insistencia.
Desde hace ya mucho tiempo la tradición teórica ha llamado
“ideología” a los sistemas discursivos que encubren y armonizan
de manera artificial situaciones sociales en que imperan graves
contradicciones. El discurso ideológico provee identidades, en
principio no conflictivas, a los actores sociales en juego; les
permite verse a sí mismos y a sus antagonistas como agentes
racionales, y reformular sus antagonismos como dificultades
contingentes, que pueden ser suavizadas; les permite una
racionalización simétrica tanto de la posición hegemónica como de
la subordinada en que las causas tanto de sus éxitos como de la
opresión son puestas más allá del alcance humano, son
naturalizadas como condiciones que admiten mejoras pero no un cambio
radical.
Todo el sistema ideológico centrado en la noción de “naturaleza
humana” es una racionalización en este sentido. Convierte la
realidad de la explotación capitalista en parte de la condición
humana, y la posibilidad de su superación en una utopía noble pero
ingenua y engañosa. Si los hombres son “por naturaleza”
egoístas, competitivos, agresivos, pensar en una sociedad solidaria
y pacífica sería simplemente un engaño.
Es importante notar que en este discurso ideológico la
desigualdad o la opresión provienen de un elemento permanente,
estable, en que impera la necesidad (la naturaleza), un elemento que
en principio es difícilmente modificable por la acción de la
cultura. Este sentido fatalista, sin embargo, que permitiría
explicar el “destino manifiesto” de los blancos sobre los negros,
o de los hombres sobre las mujeres, es difícilmente conciliable con
la fuerte impresión burguesa de que (entre los blancos, entre los
hombres) se puede salir adelante con esfuerzo y astucia. Es
difícilmente conciliable con el viejo mito del “self made man”.
Durante todos los siglos en que la hegemonía capitalista se
construyó sobre la base del saqueo de la periferia (siglos XV al
XIX), sin embargo, la racionalidad burguesa no tuvo problemas para
atribuir sus éxitos de manera bruta a su superioridad natural. El
asunto se complejizó sólo desde fines del siglo XIX, con el auge y
la masividad de las capas medias, con la disputa cultural entre
Estados Unidos y Europa (una disputa entre blancos), y con el auge de
la hegemonía burocrática.
A lo largo del siglo XX creció y se impuso la idea de que el
origen de las desigualdades tiene una raíz más bien de tipo
cultural. No completamente natural, aunque el factor “naturaleza”,
ahora convertido en explicación biológica, se mantuvo como fondo
objetivo. Pero tampoco, y esto es crucial, un origen plenamente
histórico. Las contradicciones y dificultades de la vida social,
según esta nueva combinatoria, podrían ser atenuadas pero no
radicalmente ni, mucho menos, rápidamente superadas. En esta
“prudencia” el fondo biológico resulta clave, como también, por
otro lado, la idea de que los cambios introducidos sólo pueden ser
administrados y alcanzados en su verdadera eficacia sólo muy
lentamente: “con el tiempo”.
Mientas el discurso sobre el fondo natural de las desigualdades
permanece en segundo plano, siempre bajo la amenaza de ser
considerado como políticamente incorrecto, la cara visible de la
retórica legitimadora se centra cada vez más en una “desgraciada
circunstancia”, seguramente heredada de épocas menos civilizadas:
los ciudadanos no están suficientemente preparados para sumir su
autonomía y poder de deliberación. Las diferencias educacionales,
producto de sistemas educativos eterna y sospechosamente
ineficientes, los hacen proclives a seguir discursos fáciles, a
hacerse adeptos de caudillos irresponsables, a creer promesas que la
realidad objetiva no permite cumplir. Esta triste realidad hace que
el ejercicio democrático tenga que ser tutelado no ya, por supuesto,
por militares o ideologías benefactoras, sino por el juicio experto
de los que sí han tenido la fortuna de superar esos límites a
través de una formación cultural y educacional más avanzada.
El discurso imperante puede mantener así la condición formal
mínima que ha resuelto considerar como democrática – los
ciudadanos deben concurrir a elecciones libres para expresar opciones
genéricas – estas opciones, sin embargo, deben ser especificadas
por representantes competentes, asesorados por expertos
profesionales. Incluso, en la medida en que el mecanismo electoral
puede tentar a los representantes a formular promesas irresponsables
y populistas, estos mismos representantes a su vez deben ser
tutelados. Esto ocurre básicamente a través de dos modos: con
organismos supra representativos, que pueden rechazar sus
deliberaciones (como es en Chile el Tribunal Constitucional), o
simplemente sacando del campo de sus decisiones posibles áreas
enteras, que se consideran demasiado delicadas, y que se entregan a
organismos “técnicos” (como ocurre en Chile con la autonomía
del Banco Central).
Las técnicas legislativas permiten todavía otro mecanismo, cada
día más extendido, para limitar la eventual voluntad populista de
los representantes: legislar de manera general, obteniendo leyes que
contienen sólo fórmulas genéricas, vagas, y encargar luego a una
“comisión técnica”, en el ámbito del poder ejecutivo, para que
dicte el reglamento que la especifique y la haga aplicable. Por esta
vía, a pesar de la apariencia representativa de la legislación,
finalmente, en la práctica, las normas aplicables y concretas son
dictadas por decreto, más bien desde el poder ejecutivo que desde el
parlamento.
5. Del terror a la administración
El horizonte democrático clásico, que formó parte del
pensamiento progresista burgués desde el siglo XVII, culminó en el
terror y en la dictadura totalitaria. El nazismo, el fascismo, el
estalinismo en Europa, las dictaduras militares de los años 70 en
América Latina. Las promesas de participación, autonomía ciudadana
y soberanía popular, resultaron simplemente incompatibles con la
explotación capitalista, la anarquía del mercado, la depredación
de los recursos naturales.
El crecimiento objetivo de los niveles educacionales de la
población general, que formaba parte tanto de ese ideal como de las
necesidades del desarrollo técnico de la producción, produjo un
sustancial aumento de la consciencia de la opresión entre los
trabajadores, las mujeres, las minorías discriminadas y, a la vez,
un progresivo aumento de la expectativa de una vida cómoda y
satisfactoria que estaba implícita en los revolucionarios aumentos
de la productividad. Tanto las luchas sociales como las crisis
capitalistas aumentaron en extensión e intensidad hasta un punto tal
que pareció que sólo podían ser contenidas a través del
totalitarismo. En la superficie política la guerra mundial y el
empate nuclear durante la guerra fría mostraron el fracaso de esa
alternativa. En el orden estructural, muy por debajo de estos eventos
llamativos, una nueva clase social se abrió paso promoviendo un
orden que resultó capaz de contener a la vez la anarquía
capitalista y el potencial subversivo del movimiento popular.
Tanto en el nivel de la división técnica del trabajo como en la
coordinación global de la división social del trabajo, es decir,
tanto en el orden de la producción misma como en el de la operación
del Estado, la burocracia estableció e hizo crecer su hegemonía a
partir del distanciamiento progresivo del propietario capitalista
respecto del saber técnico de la producción y la incapacidad
sistemática de los agentes capitalistas mismos, en competencia, para
regular sus relaciones económicas.
La burocracia empresarial, que fue tomando en sus manos la gestión
concreta de la producción y las ventas en las grandes corporaciones,
promovió una extraordinaria ampliación del capital accionario con
lo que, de hecho, el control del propietario clásico se debilitó
aún más. Paralelamente promovió una política de grandes acuerdos
entre las corporaciones, repartiendo el mercado por productos y
nichos de consumidores en lugar de continuar la guerra comercial
abierta. Desde los años 50 la competencia capitalista se convirtió
en una apariencia, más bien al nivel de las técnicas de
comercialización, que en la guerra sustantiva que caracterizó al
capitalismo de libre concurrencia. El enorme volumen de los contratos
establecidos directamente con los Estados, la diversificación de las
marcas y modelos en los productos de consumo, la apelación cada vez
mayor al capital financiero privado y estatal, convirtieron la
competencia capitalista abierta y agresiva más bien en una excepción
que una regla. Las empresas capitalistas, trasnacionalizadas no sólo
en su producción y en la extensión de sus mercados sino incluso en
sus capitales y estructuras corporativas, convirtieron a las guerras
inter imperialistas en un fantasma del pasado. Un solo momento de
este proceso sirva como ejemplo: la otrora poderosísima industria
automotriz norteamericana
colapsó completamente ante el auge de las fábricas chinas,
nominalmente bajo un régimen comunista, sin que a nadie se le haya
ocurrido resucitar la guerra fría.
Bajo el poder burocrático la negociación entre empresas
trasnacionales y el consiguiente reparto de los mercados convirtió a
la competencia capitalista en un fenómeno local, en un recurso
extremo, en un modo de incentivar y disciplinar la producción.
Perdió la sustantividad que la hacía parte de la esencia del
sistema y se convirtió más bien en una gran apariencia cuyo efecto
estructural real no es sino vehiculizar la administración global.
Lo
mismo ocurrió con la democracia. La competencia capitalista
actual no mueve el mercado global, lo administra. La contradicción
directa, las crisis cíclicas (que siguen existiendo), han perdido su
sello de “lucha a muerte” para dar paso a las negociaciones entre
los grandes y la simple depredación de los empresarios medianos y
pequeños en condiciones de brutales y abrumadoras diferencias en la
capacidad de acción económica de los supuestos competidores. Es el
caso de la relación entre las grandes corporaciones manufactureras y
sus proveedores de partes y piezas repartidos en maquilas a lo largo
y ancho del mundo. Es también el caso de las grandes trasnacionales
de la alimentación y la explotación que ejercen sobre los pequeños
y medianos agricultores. Los principales afectados por estas
relaciones, por supuesto, son los trabajadores, que deben soportar
ahora sobre sus espaldas el efecto de una doble relación de
explotación.
No es que no haya competencia. El asunto es más bien que esta se
da sólo entre los pequeños y medianos empresarios, en el marco de
la hegemonía absoluta de los pactos entre las grandes empresas
trasnacionales. Esto la ha convertido realmente en un modo de
administrar la productividad en un mercado altamente regulado a nivel
macroeconómico. Es decir, la ha convertido en un mecanismo que
mantiene la esencia del capitalismo a nivel local mientras se pierde
completamente a nivel global. ¿Compitió la industria automotriz
norteamericana con la japonesa o la china? No. Los grupos económicos
trasnacionales mismos optaron por destruir la primera potenciando la
segunda, buscando con ello aumentar sus márgenes de ganancia.
Lo que me interesa destacar aquí no es el hecho mismo de la
desustancialización de la competencia sino la notoria diferencia
entre apariencia y realidad que contiene. El asunto no es que ya no
haya capitalismo. El asunto es en qué nivel operan los mecanismos
capitalistas y cuál es la hegemonía que los preside. Esa diferencia
me interesa porque es la misma que hay entre la apariencia
democrática y su contenido totalitario. No es que no haya
democracia. El asunto, al revés, es que hoy en día la democracia no
es sino el modo de la operación local de la dictadura global. Del
mismo modo en que la competencia no es sino el modo de operación de
la depredación local en un mercado completamente regulado a nivel
global.
6. La democracia como administración
Ya la gran expansión del censo electoral ocurrida entre 1880 y
1930 estuvo atravesada por tendencias anti democráticas. Con una
actitud a medio camino entre la sorpresa y la hipocresía los
intelectuales e incluso los medios de comunicación señalaron a los
gobiernos norteamericanos de los años 20 como los más corruptos de
su historia. Mientras más coloridas y sonadas eran las elecciones de
los congresistas y presidentes de Estados Unidos menos representantes
reales de la voluntad popular eran sus triunfadores.
El uso de los medios de comunicación de masas en campañas de
manipulación evidentes de la “opinión pública”, la
intervención a gran escala de los intereses empresariales en todos
los aparatos del Estado, el uso del doctrinarismo ideológico como
modo de quitar complejidad y eficacia a la soberanía popular, son
signos evidentes y señalados desde todos los sectores. Que el propio
presidente de los Estados Unidos haya denunciado el poder del
“complejo industrial-militar” (y su propia impotencia) es de
algún modo la culminación de estas críticas. Otro tanto podría
decirse del curioso coro de voces oficiales en contra de la
“irresponsabilidad y la avidez” de los bancos desde 2008, o de Al
Gore denunciando la catástrofe ambiental. Quejas que, en todo caso,
no logran tocar ni un pelo de lo que denuncian e incluso,
paradójicamente, permiten a sus autores un cierto grado de
legitimidad para consagrar una vez más a los propios poderes que
critican.
El tránsito desde la hegemonía burocrática de baja tecnología,
asociada a la guerra fría y a la industria armamentista, al dominio
de una burocracia de alta tecnología, ligada al capital financiero,
a las nuevas tecnologías de la información y a la industrialización
post fordista, ha dado lugar a un significativo cambio en el carácter
“corrupto” de las democracias del siglo XX. Derrotado el
doctrinarismo de la guerra fría, destruido el estilo de
industrialización en que se fundaba, el discurso “democrático”
se ha convertido en el principal recurso ideológico en la nueva
situación. Por todas partes la caída del socialismo, que no hace
sino encubrir la caída de la industrialización fordista, es
proclamada como “triunfo de la democracia”. Por todas partes, a
la vez, los signos de la esencial debilidad y pérdida de
sustantividad de esta nueva “democracia” se hacen cada vez más
notorios. La democracia se ha convertido en el modo de administración
eficaz de todo aquello que las dictaduras no lograron administrar.
La formas “democráticas” que han prosperado desde los años
80, que son la expresión política de la profunda re-estructuración
de la división internacional del trabajo que llamamos post fordismo,
tiene su precedente en las que surgieron tras la gran crisis del 29
(en estados Unidos) y la Segunda Guerra Mundial (en Europa
“occidental”). Ya en el autodenominado “mundo libre” se
impusieron, fuertemente condicionados por la guerra fría, sistemas
institucionales que enfatizaron la formalidad electoral quitando en
cambio todo contenido realmente participativo a ese mecanismo.
Coaliciones de partidos “centristas”, basadas en una amplia y
profunda aceptación del marco capitalista y su necesidad de
regulación burocrática, coparon el espectro político sobre la base
del control (privado pero funcional) de los medios de comunicación,
el financiamiento estatal de sus propias actividades y estructuras, y
mecanismos electorales que distorsionaban gravemente la
representación proporcional y directa. La sustantiva elevación de
los estándares de vida, fundada en la industrialización fordista y
el saqueo del Tercer Mundo, generó una ciudadanía pasiva, a pesar
de sus altos niveles educacionales, que se acostumbró a asistir a la
política más bien en una actitud de consumidores o clientes que de
ciudadanos autónomos. El empate político obligado por la guerra
fría acostumbró a la oposición a la impotencia, a circunscribir su
horizonte de demandas en lo que el Estado de Bienestar (fundado en el
saqueo) permitía.
En un marco en que los “opositores” resultaban tan sistémicos
como los defensores, el debate político perdió toda radicalidad, el
discurso imperante perdió el horizonte de alguna alternativa real
hasta configurar lo que Herbert Marcuse diagnosticó como pensamiento
unidimensional.
Para las izquierdas del Primer Mundo la radicalidad se desplazó
hacia la periferia. Allí el movimiento popular en ascenso, tanto
bajo formas nacionalistas como bajo retóricas marxistas, avanzó
efectivamente hacia una progresiva apertura democrática centrada en
la autonomía nacional y la participación popular, a lo largo de los
años 50 y 60. Esa ampliación democrática en el Tercer Mundo es la
que llagó a su fin en los años 70, con las dictaduras militares en
América Latina, las guerras fratricidas provocadas desde el exterior
en África y Medio Oriente y, en todos los casos que fue necesario,
la agresión militar imperialista directa a favor de los dictadores
locales.
El colapso de la apertura democrática en el Tercer Mundo es
paralelo a una profunda agudización del carácter meramente
procedimental de las democracias europeas y norteamericana. La
“corrupción”, que no es más que la publicidad de los excesos de
un sistema de cooptación del Estado por el capital, que funcionaba
ya desde hacía más de un siglo, perece emerger y llegar a la vista
de los ciudadanos. Las altas tasas de abstención electoral terminan
por viciar completamente los mecanismos de representación,
convirtiéndolos en un mero espectáculo de reproducción de la casta
de políticos profesionales. Los mismos partidos políticos europeos,
cuyo carácter se había formado en el marco ideologizado de la
guerra fría, se disuelven o re-estructuran radicalmente, dando
origen a agrupaciones de un carácter ideológico vago, con la
característica común y transversal de aceptar en diversos grados
tanto las formalidades políticas liberales como el emergente modelo
económico neoliberal.
Con la caída de la Unión Soviética y la conversión de China al
capitalismo se pierde, en la política oficial, el último vestigio
de bidimensionalidad.
Pero, a la vez, sin un enemigo exterior poderoso se hacen
innecesarias las dictaduras militares que contenían a los países
que podrían haberse volcado hacia la órbita soviética.
Es ese contexto internacional el que preside el “triunfo de la
democracia” en América Latina. Un contexto que permitió el
traslado y perfeccionamiento de la corrupción democrática europea
en países cuyas tradiciones políticas sólo conocían la
alternancia entre tímidas aperturas debidas al auge de las capas
medias y la recurrencia de la represión militar.
Democracias “de baja intensidad”, con sistemas electorales no
proporcionales, altos niveles de abstención, tutelas
institucionales, intensos compromisos con la banca internacional y el
capital trasnacional extractor de recursos. Democracias dirigidas por
políticos profesionales que se auto perpetúan, que operan
abiertamente a espaldas de sus electores. Estados que gastan una
significativa proporción de sus ingresos en sí mismos, cuidando en
todo caso de reservar una proporción aún mayor directamente a los
empresarios. Gobiernos formalmente de “centro izquierda” que
resultan más derechistas que sus propios opositores. Retóricas
democráticas y progresistas perfectamente paralelas a la consistente
profundización del modelo económico y social neoliberal.
“Superación de las ideologías” en beneficio de la única que,
cumpliendo justamente una de las connotaciones esenciales de las
ideologías, resulta invisible: la de la dominación capitalista y
burocrática.
7. Mecanismos de una nueva dictadura
A pesar de que ya he ido mencionando los mecanismos que permiten
que la democracia administrada resulte una férrea forma de
dictadura, es bueno reunirlos y enumerarlos de forma explícita y
agregar algunos que también constituyen su sustento. Sólo desde
esta enumeración podremos vislumbrar hasta qué punto es crucial
para la lucha revolucionaria una profunda revalorización de la
democracia efectiva, y una discusión detallada de las formas a
través de las cuales puede ser alcanzada y garantizada. Justamente
esta es una de las conclusiones para las que he escrito este texto:
si la democracia se ejerce como dictadura la lucha por hacerla real
debe formar parte de la lucha revolucionaria. No hacerlo es abandonar
al enemigo su principal fuente de legitimación.
Como he señalado más arriba, el fundamento de la democracia
administrada es el idologismo según el cual los ciudadanos no están
preparados o carecen de las competencias necesarias para ejercerla de
manera real y directa. Se trata de un recurso que opera sobre una
doble falacia. Por un lado se exageran de manera artificiosa las
complejidades de los actos y decisiones que requiere el buen gobierno
de la sociedad. Por otro lado se subestima de manera grosera la
capacidad de los ciudadanos comunes para dominar tales supuestas
complejidades o su capacidad para alcanzar las competencias
necesarias. A su vez ambos argumentos cuentan con una consistente y
abrumadora campaña de apoyo por todas las vías de la comunicación
social. Por un lado se reiteran ad nauseam las excelencias de las
supuestas certificaciones y cualificaciones de los expertos. Cada vez
que aciertan en algo sus éxitos son voceados con todo entusiasmo;
cada vez que se equivocan (lo que ocurre la mayor parte de las veces)
sus fracasos son atribuidos a terceros o a circunstancias exteriores
a su gestión. Por otro lado, paralelamente, por todos los medios se
enseña a los ciudadanos a desconfiar de su propio criterio, a
considerarse parte de una masa indiferenciada, consumista,
advenediza, dispuesta a apoyar cualquier promesa populista. En el
extremo de esta doble operación ocurre, por un lado, que los
supuestos expertos, supuestos supremos responsables de la gestión
social, nunca pagan ni se hacen cargo de su incompetencia, ni aún en
los casos en que significan enormes y profundos daños.
Y ocurre, por otro lado, que se enseña a los ciudadanos a sentirse
incapaces de manejar incluso su propia vida psíquica, la crianza de
sus hijos, sus relaciones intersubjetivas. El mensaje general,
omnipresente y ominoso es “pida ayuda a un experto”, “ni usted
ni sus amigos (que son simples aficionados) saben cómo abordar estos
asuntos”. Escuelas y revistas especializadas para padres,
manipulación subjetiva permanente en el lugar de trabajo, historias
de terror subjetivo recurrentes en los medios de comunicación. Y,
por cierto, la tautología final, al más puro estilo de la
Inquisición medieval: si usted se empeña en creer y afirmar que no
necesita de un experto… es porque urgentemente requiere uno.
Ya en otro texto
he sostenido que el
sistema del saber es la forma de
legitimación del poder burocrático constituido como polo hegemónico
del bloque de clases dominantes. La
pretensión de saber, que
es su núcleo, el sistema de
auto certificaciones que avala
esa pretensión, la
desautorización autoritaria de los saberes
comunes, la
depredación y propiedad privada de los saberes
efectivamente operativos, son sus principales elementos. De todo
esto lo que aquí me importa es su efecto sobre lo que se nos
presenta como democracia.
La legitimación democrática, por supuesto, exige que esta
dictadura de la experticia no se ejerza de manera directa. El sistema
eleccionario legitima, con sus formas tramposas, ante el conjunto de
la ciudadanía, lo que los burócratas deciden entre ellos
revistiéndolo (incluso para ellos mismos) con el aura de la
pretensión de saber. Es para que esta doble operación funcione que
es necesario, como he señalado más arriba, que los ciudadanos, e
incluso sus representantes, sean tutelados por los que “realmente
saben”.
La forma más directa de este tutelaje consiste en establecer
mecanismos electorales no proporcionales que aseguren que las
eventuales mayorías parlamentarias inconvenientes puedan ser
contrapesadas por representantes designados o elegidos de tal manera
que resulten sobre representados. El sistema binominal que impera en
Chile es un ejemplo de esto. Por cierto entre nosotros es ya bastante
impopular, y se levantan voces incluso oficiales que lo critican como
antidemocrático. Los que esas voces omiten mencionar, sin embargo,
es que se trata de un sistema comúnmente usado en los países que se
consideran de manera automática y casi por definición como
“democráticos”. Curiosamente, cuando se hace un mínimo
recorrido histórico y geográfico, se encuentra que es justamente
América Latina la región que tiene más sistemas proporcionales
,
mientras que la realidad de las llamadas “democracias
occidentales”, tan invocadas como modelos, es casi uniformemente
vergonzoso. Empezando desde luego por las groseras alteraciones de la
proporcionalidad en el sistema electoral de Estados Unidos (la “gran
democracia del norte”) y luego por los sistemas que imperan en
Inglaterra, Italia y Alemania desde la Segunda Guerra Mundial, sin
que ningún defensor de la democracia siquiera repare en ello.
La elección proporcional de representantes, sin embargo, es
apenas un requisito mínimo. El monopolio estatal o mercantil de los
medios de comunicación, y su papel en la formación espuria de una
“opinión pública” sesgada, es el segundo gran mecanismo de
tutela. Una realidad respecto de la cual nuevamente las orgullosas
grandes democracias no pasan la más mínima prueba de blancura.
Pero aún con una representación proporcional y medios de
comunicación alternativos medianamente poderosos el camino hacia los
estándares democráticos puede ser muy largo.
La “corrupción” es un gran obstáculo. Un obstáculo que hay
que poner entre comillas porque es presentado con tintes morales,
como si se tratara de prácticas excepcionales y de mera
responsabilidad individual, omitiendo con ello todo el entramado de
normas que expresamente crean el espacio para su práctica y su
encubrimiento.
El financiamiento privado por parte de las grandes empresas de las
campañas electorales es la forma más común. Por supuesto los
burócratas en lugar de perseguir toda forma de financiamiento
privado sospechoso han
agregado a este el financiamiento
estatal de los partidos políticos, obligando a los ciudadanos a
financiar a la propia casta política que los oprime. Hay que notar
que, en la medida en que este financiamiento estatal es proporcional
a la votación, favorece sistemáticamente la reproducción en el
poder de los grandes bloques políticos mayoritarios, tendiendo a
disuadir la aparición de vertientes alternativas.
Todos saben, sin embargo, que la forma más efectiva de la
“corrupción” política se realiza a través de lo que se llama
de manera elegante “lobby”, es decir, la presión constante de
cabilderos que representan los intereses de las grandes empresas ante
los representantes elegidos. Por supuesto, nuevamente, los burócratas
en lugar de prohibir y perseguir tales presiones han optado,
exactamente al revés, por legitimarlas, dictando leyes y reglamentos
que les ofrecen un manto legal y a la vez, sistemas de transparencia
y fiscalización intencionalmente débiles, exentos de castigos
realmente significativos. Y, por cierto, nuevamente, es precisamente
en las alardeadas grandes democracias donde este sistema ha llegado
al extremo de que los ciudadanos comunes no tienen la menor
oportunidad de influir sobre los que se supone son sus propios
representantes si no apelan al oficio mediador (y pagado) de estos
agentes. En nuestro país, por otro lado, ejemplo de prácticas
antidemocráticas, no sólo se ha abandonado completamente la idea de
dictar una ley
contra el lobby, sino que se ha llegado al
extremo de aceptar por más de una década un activo lobby para que
no haya siquiera una ley que lo
regule.
Los efectos nocivos del lobby y los financiamientos turbios a las
campañas políticas son posibles gracias a la falta general de
transparencia de los actos del estado y de sus instituciones
asociadas. La tónica general, en todo el mundo “democrático”,
no es impedir la transparencia sino, aparentemente al revés, dictar
leyes que la consagran. Pero, nuevamente, leyes extraordinariamente
débiles, sin fiscalizaciones ni castigos eficaces, provistos de toda
clase de mecanismos y mediaciones que impiden el acceso real a la
información. Otra vez un primerísimo ejemplo de este doble estándar
es la gran democracia norteamericana donde en principio toda
información pública es accesible y, sin embargo, hasta en los temas
más banales puede ser declarada secreta por simple decreto
ejecutivo, y donde la sonada desclasificación de estos secretos
veinte o cuarenta años después es burlada simplemente tachando de
negro los párrafos inconvenientes en los documentos. También
nuestro país es fuente de ejemplos interesantes. Por un lado se pide
a los violadores de los derechos humanos que declaren donde
enterraron a los asesinados y desaparecidos, por otro se declaran
secretos por décadas sus testimonios para que no puedan ser
perseguidos legalmente: el propio Estado como agente obstructor de la
justicia.
La decadencia general del horizonte liberal democrático y su
conversión progresiva en dictadura burocrática es notoria también
en la decadencia general del horizonte garantista del derecho
burgués.
La creciente práctica de generar normas orientadas a combatir,
anular, erradicar “enemigos”, creando tipos penales vagos y
genéricos, respecto de los cuales se disminuyen abruptamente las
garantías procesales, penales y penitenciarias, permite que la
“libertad” democrática, que ya no parece estar amenazada por la
tutela militar esté, sin embargo, atravesada lado a lado de
vigilancia y represión policial.
El constante amedrentamiento de la población en torno a la
delincuencia y al terrorismo crea un respaldo social aparente a estas
políticas. Un respaldo que no pasa de la operación tautológica de
sembrar el miedo y recoger luego la demanda que se crea a partir de
él. Incluso, en el extremo, exista esa demanda o no: hace bastante
tiempo que sabemos que lo que los medios de comunicación presentan
como “lo que la gente pide” no es sino lo que ellos mismos han
decidido previamente se debe pedir. Respecto de los “enemigos
públicos” toda voz alternativa es encasillada en una puesta en
escena maniqueísta: cómplices, ingenuos o, peor, quizás enemigos
ellos mismos.
Pero aún con todos estos mecanismos a su favor las clases
dominantes no pueden confiar completamente los asuntos públicos a
los políticos, a los que ya en sus formas ideológicas fascistoides
anteriores había optado por descalificar y desprestigiar. Sobre todo
aquellos que tengan que recurrir al molesto pero necesario escrutinio
electoral siempre serán sospechosos de querer incurrir en políticas
populistas y demagógicas.
La mejor manera de prevenir estas desviaciones es simplemente
rebajar la importancia del parlamento y gobernar directamente desde
el ejecutivo. La vía para que esto sea realmente eficaz no es, como
se podría creer, aumentando el poder del presidente o de un primer
ministro como figuras aisladas. Esto sería nuevamente peligroso:
demasiado poder en muy pocas manos. La vía eficaz es más bien
aumentar el poder de la administración ejecutiva como conjunto
frente a los poderes legislativo y judicial. Y, a su vez, controlar a
los funcionarios de la administración uno por uno, dedicándose cada
rubro de los intereses de la banca y la gran empresa a los que les
atañen a través del omnipresente lobby.
Para esta política los mismos cuerpos legislativos, en todo el
mundo, han aceptado progresivamente legislar sólo en general,
reservando a la administración el poder de establecer las normas
concretas y eficaces por simple decreto. Finalmente es una enorme
fronda de funcionarios de segundo orden, anónimos para el gran
público, la que decide en concreto todos y cada uno de los actos del
Estado. La comisión asesora que establece las políticas y
recomendaciones, las comisiones que redactan los reglamentos, las que
negocian los tratados, las que establecen los estándares de las
licitaciones, las que asignan los fondos concursables. Funcionarios
fácilmente sobornables, fiscalizadores escasos y mal pagados,
responsabilidades que se ejercen prácticamente desde el anonimato. Y
como producto reglamentos que contradicen flagrantemente las leyes
desde las que derivan, contratos que perjudican los intereses del
Estado y dañan directamente a los ciudadanos, estándares que
benefician generosamente a los empresarios privados, fiscalizadores
débiles y castigos irrisorios en comparación a los daños causados.
Este es el corazón de la dictadura democrática. Es en buenas
cuentas, más allá de los mecanismos anteriores, esta realidad
cotidiana la que convierte a la democracia formalmente en una
dictadura: la decadencia de la función legislativa y la
concentración del poder social en la maquinaria de actos
administrativos del poder ejecutivo.
Pero aún los funcionarios, cuyas mínimas y parciales
recomendaciones pueden tener enormes efectos sociales, deben ser
controlados. Se trata de un doble control. Por un lado la eventual
voluntad advenediza de las autoridades de más alto rango es
distorsionada y encausada por las decisiones eficaces de los
funcionarios menores que los asesoran, o simplemente actúan a sus
espaldas. Pero, por otro, el poder de acción de estos funcionarios
aislados está gravemente limitado por la naturaleza de su relación
contractual. En esto el estado chileno ha llegado a ser pionero y
líder a nivel mundial: la precarización del empleo estatal permite
que cada funcionario por separado tenga que asumir obligadamente una
actitud de colaboración y clientela de las mayorías de turno para
algo tan elemental y decisivo como mantener su empleo.
Es bueno agregar a esta constatación que en casi todos los países
del mundo, sobre todo en las democracias forjadas a la sombra del
Estado de Bienestar, el empleo estatal sigue siendo estable, “de
por vida”, y los cargos estatales de confianza, que cambian con
cada cambio de bando político gobernante, se mantienen en un mínimo.
Chile es el país pionero, y el más adelantado, en esta otra faceta
del modelo neoliberal de precarización general del trabajo. En Chile
el empleo estatal mismo es precario. Por un lado, en contra de los
manidos discursos en torno a la “reducción del Estado”, el
empleo estatal real ha aumentado enormemente. El asunto, sin embargo,
es que la mayoría de ese empleo está regido bajo modalidades
contractuales precarias (honorarios, a contrata), o depende de fondos
concursables a los que se debe postular una y otra vez. Estos modos,
que convierten por una larga diferencia al Estado en el principal
empleador del país, crean una enorme red neo clientalista que
explica en una gran proporción la votación de los bloques políticos
principales (Concertación, o Nueva Mayoría, y Alianza) lo que, a su
vez, sólo cuentan a su favor con un universo electoral que oscila
sólo entre un 18% y un 25% del electorado total.
A la hora de la verdad, ninguna democracia efectivamente existente
se priva del recurso a la represión cuando el clamor popular amenaza
con sobrepasar todos sus mecanismos de control. Confirmando la grave
decadencia del derecho liberal garantista, las más reputadas y
vanidosas democracias centrales no han vacilado en dictar
legislaciones “antiterroristas” que hacen retroceder los derechos
de los ciudadanos a las épocas más oscuras de la arbitrariedad
monárquica. Jueces y testigos anónimos o encapuchados, coacción de
defensores y de testigos favorables, investigaciones secretas,
espionaje a gran escala de las comunicaciones privadas, juicios
sumarios, privación de derechos procesales y penales, regímenes de
excepción declarados por simple decreto… todo legalizado
convenientemente. Y esto incluso con el apoyo de la “centro
izquierda europea” que se ha auto proclamado por décadas como el
sector más democrático de todos.
Es importante, sin embargo, notar que el recurso a la represión
militar ha sido restringido. Sobre todo el uso del golpe de Estado y
la represión militar masiva, al estilo de los años 70.
Nada hace suponer que estos recursos se han vuelto imposibles, o que
no serán usados consistentemente cuando se les necesite. El asunto
es más bien que la represión militar se ha distribuido, fundido en
el cuerpo social, como represión policial, focalizada.
Represión avalada y apoyada en gran escala por los medios de
comunicación, temor selectivo y ejemplarizador entre los grupos de
riesgo, protección descarada a los policías que cometen excesos.
Para quien quiera asumir posturas de oposición medianamente radical
al sistema la democracia puede parecerse bastante a las más simples
y tradicionales dictaduras.
Pero, en rigor, sólo los que quieran ser críticos realmente
radicales tendrán que enfrentar ese temor. La impresión democrática
se sustenta, desde el punto de vista de los procesos ideológicos, en
una política que ya Herbert Marcuse, en los lejanos años 60, llamó
“tolerancia represiva”. Ahora, bajo la reindustrialización post
fordista, esa idea cobra una nueva y más poderosa realidad.
La lógica fordista, que se expresó en todos los campos de la
acción social, se caracterizaba por una fuerte verticalidad en las
relaciones de poder. Un sistema de producción y una forma de
organización que necesitaba homogeneizar para dominar. Una situación
en que se creía que para tener el poder era necesario tener
todo
el poder. En este plan todo poder local o alternativo era visto como
subversivo y peligroso. La represión tenía que aplanar las
diferencias, no podía permitirlas.
La lógica post fordista, sustancialmente más compleja y eficaz,
no requiere homogeneizar para dominar. Es capaz de producir
diversidad y a la vez su poder consiste en la capacidad de
administrar esa diversidad. No requiere
todo el poder para
ejercer el poder. Su habilidad consiste en producir, incluso
fomentar, poderes locales y mantener a la vez la capacidad de
administrarlos. La represión ahora no requiere sofocar toda
diversidad sino que puede y debe focalizarse más bien en la
diversidad radical. Y el efecto conjunto es que la tolerancia que se
muestra y fomenta respecto de la diversidad funcional actúa como
legitimación y refuerzo de la intolerancia extrema que se contrapone
a las manifestaciones sociales que escapen a la administración. En
la medida en que esta tolerancia tiene el efecto global de confirmar
al sistema de dominación, de ser una forma eficaz de contener el
pensamiento y la acción realmente alternativa, puede ser llamada,
ahora con más razón que en los años 60,
tolerancia represiva.
8. La democracia como tarea para la izquierda
La única forma de reducir radicalmente toda esta trama
dictatorial es desconcentrar radicalmente la gestión del Estado. La
única forma de empoderar realmente a los ciudadanos es criticar
radicalmente la ideología de la experticia. Para la izquierda
radical la principal dificultad de esta perspectiva es su resistencia
a alejarse de su compromiso histórico con el estatismo fordista y el
vanguardismo ilustrado.
Desde luego el primer paso para una política realmente
democrática desde la izquierda es asumir una clara consciencia del
carácter dictatorial de las formas democráticas existentes. La
dificultad evidente para asumir esta consciencia es el profundo grado
de compromiso que la gran mayoría de los partidos y colectivos de
izquierda mantienen con las eventuales ventajas locales del
clientelismo democrático. En una política de tolerancia represiva
siempre habrá puestos de trabajo, fondos concursables,
representatividades artificiosas que, en la medida en que resulten
funcionales, podrán ser cómodamente ocupadas por militantes
formalmente de izquierda. La cuestión no es, por supuesto, abandonar
de manera principista estas posibilidades, siguiendo los vicios
fundamentalistas típicos del idealismo ético. De lo que se trata,
en primer lugar, es de tener consciencia del grado en que en el uso
de esos recursos se está operando como representante de los
ciudadanos ante el poder del Estado, o más bien como representante y
agente del Estado en la operación de su legitimación y
administración. Por cierto, un cálculo difícil que hay que
enfrentar en cada caso de manera estrictamente pragmática.
Una forma de mantener ese pragmatismo en la línea de las opciones
doctrinarias o, lo que es lo mismo, lo más alejado posible del
simple y puro oportunismo, es tener claro a cada momento en que
programa se inscriben nuestras acciones. Es necesario, en contra de
los usos habituales, formular un programa estratégico, fuertemente
fundado en las opciones doctrinarias más básicas, y hacer todo lo
posible por especificarlo hasta el nivel que muestre que nuestras
acciones políticas cotidianas tienen efectivamente sentido.
¿Qué es, en buenas cuantas, lo que finalmente queremos? Lo que
queremos es la construcción de una sociedad sin clases sociales, en
que los ciudadanos puedan relacionarse entre sí directamente, de
manera autónoma, y realizar en ello sus vidas. Los caminos que nos
conduzcan en esa dirección no pueden contradecir, ni en general ni
en particular, el objetivo que hemos trazado.
Desde un punto de vista marxista
el problema material de la construcción de una sociedad sin clases
sociales es el modo en que los productores directos de bienes pueden
ganar progresivamente hegemonía frente a las clases dominantes, y
convertir a su vez progresivamente esa hegemonía en gobierno. Lo que
he sostenido ya en otro texto
es que ese proceso material sólo puede darse en el ámbito de la
producción misma de bienes y que el asunto crucial en ese orden es
la progresiva disminución de la jornada laboral. Una disminución
que, en buenas cuentas, permita distribuir los aumentos de
productividad entre los trabajadores, a expensas de la ganancia
capitalista. Lo que he sostenido es que este proceso debe estar
acompañado de un esfuerzo paralelo que conduzca a sacar los
servicios de la relación mercantil primero, y luego de la relación
salarial, es decir, de una radical des-tercerización de la economía.
En el contexto de la lucha democrática el sentido de este camino
de construcción de hegemonía material desde el ámbito de la
producción es eludir la fórmula clásica de estatización de los
medios de producción. La experiencia histórica ha enseñado que,
lejos de ponerse al servicio de una superación de la división del
trabajo, la propiedad estatal sólo se convirtió en un modo de
usufructo de una burocracia gobernante que finalmente transitó con
extrema facilidad hacia el capitalismo.
Seguirá siendo necesario un gran papel para la acción estatal,
sin embargo ese papel no puede pasar por la figura legal y social de
concentrar la propiedad. Y mucho menos los medios de comunicación.
Y, menos todavía, por concentrar la capacidad de acción política.
En un programa democrático la acción central del Estado debe
circunscribirse a recoger y repartir recursos que sean gestionados de
manera directa y distribuida por los propios ciudadanos. Incluso, a
partir de grandes coordinaciones de acciones locales, deben ser los
ciudadanos mismos los que decidan emprender la construcción de
infraestructuras económicas de gran envergadura, que trasciendan por
su naturaleza los ámbitos de los poderes locales desconcentrados.
La gran perspectiva de disminución progresiva y real de la
jornada laboral debe distinguirse, por supuesto, de la actual
precarización del empleo, que recurre a las jornadas laborales
parciales con el único objetivo de reducir los salarios y ahogar la
capacidad de negociación sindical. La lucha por la disminución real
de la jornada laboral es abiertamente subversiva porque de lo que se
trata es de disminuirla
manteniendo el salario. Es obvio que
esto sólo puede hacerse a expensas de la ganancia capitalista. O, si
los capitalistas quieren mantener sus márgenes de ganancia, a
expensas de los aumentos en la productividad del trabajo. En
cualquiera de los dos casos el resultado es el mismo: la
reapropiación por parte de los productores directos de una
proporción cada vez mayor de su propio trabajo.
La lógica de esta vía de construcción de hegemonía por parte
de los productores directos es ir socavando el espacio desde el cual
se ejerce la hegemonía de las clases dominantes, es decir, el poder
que les da su dominio de la división social del trabajo. Esta tarea
negativa, que consiste en disminuir uno de los factores, debe estar
paralelamente apoyada en otro aspecto positivo: fomentar la autonomía
productiva de los ciudadanos en los ámbitos en que el dominio desde
el gran capital se traduce en dominio social y político
prácticamente directo. Estos ámbitos productivos son básicamente
dos: la alimentación y la energía. Una política radical
estratégica debe promover la radical desconcentración de la
producción de alimentos y de energía o, dicho de otra forma, debe
promover activamente la autonomía de las comunidades locales en
estos rubros. Una autonomía que les permita no ser presionadas
política y socialmente a partir del monopolio, la incompetencia
técnica, y la escasez premeditada.
Pero la lucha radical por la democracia resulta abiertamente
subversiva además, si consideramos las condiciones que he examinado
antes, porque la democracia es incompatible con el gran capital
financiero, con el gran capital depredador de recursos naturales, con
el monopolio privado sobre los medios de comunicación social. Estos
son los principales enemigos del pueblo. Y la lucha debe estar
encaminada esencialmente y en primer lugar contra ellos.
Sin embargo, si consideramos la vía de construcción de hegemonía
que he expuesto en el párrafo anterior, esto también implica un
cambio respecto de la perspectiva marxista clásica. No se trata ya
de considerar a todos los propietarios de medios de producción, a
todos los agentes sociales que técnicamente puedan ser llamados
capitalistas, como enemigos sin más. Se trata en cambio de hacer una
clara estratificación social en el campo de estos enemigos. La
oposición radical debe enfocarse en el gran capital financiero
trasnacional, en el gran capital extractivo trasnacional. Los
medianos y pequeños productores serán, y deben ser, durante mucho
tiempo, más bien aliados del movimiento popular. Agentes concretos
de la reproducción económica de la sociedad cuya hegemonía debe
ser superada más bien por la desconcentración radical de la
producción y la gestión social que por su supresión ya sea por la
vía estatalista o a través de la imposición de requisitos
cooperativos o comunitarios. Dicho en los términos clásicos, la
gran izquierda debe seguir un camino pluriclasista para derrotar a
quienes son, en la práctica real y efectiva, sus enemigos
estratégicos.
Las grandes tareas históricas no puedan ser ordenadas bajo la
forma de prioridades lineales. No es ni defendible ni necesario
sostener que esa construcción de hegemonía en el ámbito material
de la producción es “previa” o “posterior” a otras grandes
tareas. La lucha por las formas democráticas directas, es decir, las
que tiene relación con la gestión social y política, debe ser
pensada de manera estrictamente paralela a la que se dé respecto del
ámbito de la producción.
La izquierda radical debe perseguir, con ánimo estratégico, un
conjunto de reformas radicales de los procesos sociales y de la
acción del Estado que nos acerquen a las formas de la democracia
real y efectiva que he enumerado en las secciones anteriores. La
completa proporcionalidad en los mecanismos electorales, la completa
transparencia en todos los actos de la administración del Estado, la
promoción de los mecanismos plebiscitarios y de participación
directa de los ciudadanos en todos los niveles de las decisiones y
responsabilidades políticas, los mecanismos de revocatoria del
mandato de las autoridades ineficientes o corruptas, la completa
eliminación de toda clase de financiamiento que permita la
existencia de políticos profesionales. Todas tareas que se inscriben
plenamente en el horizonte que la propia burguesía declaró
históricamente como suyo y que terminó por vaciar completamente de
contenido. Tareas que la propia burocracia altamente tecnológica
declara formalmente como suyas y que sin embargo distorsiona y falsea
cotidianamente.
Curiosamente hoy en día plantear las reivindicaciones
democráticas que forman parte del propio discurso dominante resulta
altamente subversivo. Esta aparente paradoja es la que he tratado de
despejar en este texto. El proceso social real en que vivimos no
corresponde a lo que declara como democracia: vivimos en realidad en
una férrea dictadura. Identificar sus fuentes y sus modos es una
condición mínima para toda posibilidad de oposición radical al
sistema.
Santiago de Chile, 5 de febrero de 2014.