Constanza Vieira
IPS, BOGOTÁ, 24-9-2015
En el cubrimiento de la guerra
colombiana -de origen social, pero cruzada por el narcotráfico y financiada por
él-, se aprende que una “ruta de la droga” es una cadena de funcionarios
corruptos, civiles o uniformados, que permiten pasar narcóticos por puestos de
control o territorios que están bajo su responsabilidad.
Lo mismo aplica para el contrabando.
Según cifras venezolanas, 35 por
ciento de la gasolina que produce Venezuela llega subrepticiamente a Colombia.
Los márgenes de ganancia son fabulosos para los grandes contrabandistas.
El economista colombiano Santiago
Montenegro escribió en estos días que Colombia era la que menos debía
reaccionar ante esta situación, pues no se protesta ante un regalo gratis.
Aunque no era tema de debate público,
a más tardar en 2005 quedó claro que la ultrabarata gasolina de la Venezuela
del izquierdista presidente Hugo Chávez (1999-2013) estaba contribuyendo a
financiar el paramilitarismo de ultraderecha en Colombia. El mandatario se
abstuvo de actuar.
Ahora viene un periodo de
definiciones. Colombia y Venezuela tienen que combatir la corrupción
fronteriza. Esta financia, en parte, las bandas criminales paramilitares
colombianas, que persisten y amenazan los pactos de paz de Santos con la
guerrilla, que deben culminar en seis meses.
¿Por qué? Seguramente por
gobernabilidad. Chávez necesitó, aducen conocedores de la situación interna de
su gobierno, canjear la lealtad de altos mandos venezolanos a cambio de
permitirles el contrabando de combustible y otros bienes.
Durante los tensos años de gobierno
colombiano de extrema derecha de Álvaro Uribe (2002-2010), las peleas entre
este y Chávez eran frecuentes. Se llegó hasta la ruptura de relaciones y hubo
vientos de guerra.
Rafael Samudio Molina, un general
colombiano retirado, se dirigió el 20 de julio de 2010 a la tropa a través de
la Emisora del Ejército para afirmar que nunca las Fuerzas Armadas colombianas
aceptarían una guerra en la frontera, mientras mantiene otra con un enemigo
interno (la guerrilla) aliado ideológico, además, del gobierno de Caracas.
“Ustedes sigan concentrados en la
guerra contra el enemigo interno nuestro, que son las FARC (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia)”, exhortó el general, palabras más o menos.
Pero incluso este calibre de los
enfrentamientos no importaba a ese tercer país que constituyen los habitantes
de la frontera común, con nexos siameses de familia y de supervivencia. Lo que
temían en serio era que les cerraran la frontera.
En la fronteriza ciudad colombiana de
Cúcuta campean el desempleo y la pobreza. Los desplazados por la guerra, y
muchos de los más pobres de Colombia, se agolparon en esa capital del
departamento colombiano de Norte de Santander apenas el chavismo subió al
poder.
Según la jurisdicción especial de
Justicia y Paz para paramilitares desmovilizados, desde 1996 se desarrollaba la
ofensiva paramilitar, que dejó, solo en tierras del Norte de Santander, más de
11.000 asesinados, y más de 5.000 solo en Cúcuta. Numerosos cadáveres fueron
desaparecidos en hornos crematorios para no afectar las estadísticas de
seguridad de la Policía. La guerrilla se replegó.
Al tiempo, a los sin tierra
colombianos, incluidos los expulsados de sus fincas, se les hacía la boca agua
ver las tierras sin cultivar en el país vecino, que desde los años 70 importa
más víveres que produce.
En ese “sueño venezolano” había
estudio y salud gratis y, con suerte, vivienda y trabajo: aquello que no tenían
en Colombia, incluida una vida en paz.
Desde 2004, las campañas de
cedulación (registro) en Venezuela comenzaron a regularizar a los extranjeros
que iban encontrando. La voz se corrió como pólvora en Colombia: los
regularizados superan el millón.
En 2012, las filas de colombianos
paupérrimos en el andén del consulado colombiano en la ciudad fronteriza
venezolana de San Antonio del Táchira comenzaban temprano: a las 10 de la noche
del día anterior, ya le daban la vuelta a la manzana. Diariamente, desde las
ocho de la mañana, el consulado les proporcionaba una constancia, con fecha, de
su presencia en Venezuela.
En todo caso, una cosa era compartir
cuando el petróleo estaba a más de 100 dólares el barril y otra cosa es ahora,
cuando está en torno a 40.
Argumentando que Venezuela no aguanta
más, Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez tras su fallecimiento, se atrevió, el
21 de agosto, a cerrar indefinidamente la frontera con Colombia, de 2.219
kilómetros de extensión continua.
Cerró primero los pasos por Cúcuta,
posteriormente Paraguachón, el paso fronterizo de la península de La Guajira,
territorio wayúu (pueblo indígena binacional), y más tarde los pasos frente a
las ciudades de Arauca y Arauquita, en el departamento colombiano de Arauca.
Pero Maduro lo hizo mal
Unos 1.400 deportados colombianos fueron
víctimas de desmanes por parte de militares venezolanos que atropellaron sus
derechos, luego de que Maduro los estigmatizó como “paramilitares”.
La crisis provocó el regreso a
Colombia de más de 20.000 personas que, ahora, necesitan del gobierno colombiano
“soluciones a largo plazo”, como ha urgido la Organización de las Naciones
Unidas, conocedora del abandono estatal en Norte de Santander y La Guajira.
Arauca, departamento petrolero
colombiano, no se queda atrás. La gente pide “independizarse” de Venezuela,
pues las carreteras colombianas están en mal estado.
Sus nexos económicos, familiares y de
estudios son con Cúcuta y a través de una magnífica autopista venezolana que
los llevaba en cinco horas.
La alternativa “para ir a Colombia”,
como dicen en Arauca, es que el gobierno por fin invierta en carreteras. Estas
atraviesan forzosamente zonas que hasta ahora han sido de guerra. Los gastos
bélicos originaron un retraso de 30 años en infraestructura vial, según la
Sociedad Colombiana de Ingenieros.
Igual que a Cúcuta o a La Guajira,
Colombia tampoco suministraba gasolina a Arauca. Los araucanos claman por
abaratar los billetes aéreos y aumentar la frecuencia de los vuelos.
Los abusos a los deportados
produjeron una fuerte reacción del gobierno de Colombia, que incluyó
–nuevamente- llamado a consultas de su embajador.
El caso fue llevado por el presidente
colombiano Juan Manuel Santos el lunes 21 a una cumbre en Quito con su homólogo
venezolano, propiciada por la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) y Celac
(Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), como primer paso para la
reconciliación.
Los presentes en el palacio
presidencial ecuatoriano aplaudieron el primer punto, que para los habitantes
de frontera no significa nada: los dos países decidieron el retorno inmediato
de los respectivos embajadores.
El miércoles 23 se iniciaron en
Caracas las reuniones a nivel de ministros, que negocian la “normalización
progresiva” de la frontera: suena muy lejos y sin forma para quienes viven allí
el día a día.
Ahora viene un periodo de
definiciones. Colombia y Venezuela tienen que combatir la corrupción
fronteriza. Esta financia, en parte, las bandas criminales paramilitares
colombianas, que persisten y amenazan los pactos de paz de Santos con la
guerrilla, que deben culminar en seis meses.
Maduro tiene que garantizar los
suministros en su territorio y la única vena rota no es la frontera colombiana.
Aún mayor es el megacontrabando por Brasil, Guyana y el mar Caribe. Deberían
venir destituciones y encausamientos de figuras poderosas en el estado
venezolano, incluidos oficiales de la Marina y la Aviación venezolanas.
Mientras tanto, en Cúcuta han visto
descargar vehículos grandes con mercancía venezolana. En La Fría, ciudad
venezolana al noreste de San Cristóbal, capital del estado fronterizo
venezolano de Táchira, volvieron las filas para comprar gasolina.
El contrabando se recompone, y los
nombres de los máximos beneficiados nada que se conocen. Mientras, los
repatriados y deportados colombianos recibirán tres meses de ayuda estatal.
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