viernes, 7 de octubre de 2011

Chile - Romper las cadenas del endeudamiento

Romper las cadenas del endeudamiento

El endeudamiento de las familias en Chile no deja de crecer. Un reciente informe del Banco Central dio cuenta de que “al primer trimestre del 2011, la deuda total de los hogares creció un 8,4% anual, explicado por un mayor aumento de la deuda de consumo (9,5%) que la hipotecaria (7,6%). El componente más activo de la deuda de consumo fue el endeudamiento bancario (11,8%). En el caso de la deuda no bancaria, el crecimiento más alto lo experimentó la deuda con casas comerciales”[1].

Con todo, recuerda el Banco Central, “todas estas tasas de crecimiento siguen siendo menores que las del período previo a la crisis financiera externa (promedio 2002-2007)”. Cabe recordar que en un estudio publicado en julio de 2010, la Cámara de Comercio de Santiago señaló que “desde comienzos de esta década, las deudas de consumo e hipotecarias aumentaron en 13% real promedio anual”[2].

Gracias a ese sostenido y creciente endeudamiento, el consumo privado en Chile pudo crecer a un ritmo superior al 6% real promedio en esos años, mientras que en el mismo período (2001-2010), el PIB creció a un ritmo promedio anual de tan sólo 3,8% y los salarios reales incluso menos, a un 2,1% promedio anual. Sólo en 2009, producto de la crisis, la deuda de consumo prácticamente no registró crecimiento y la deuda hipotecaria moderó su expansión a 7,3%.

En relación al último año, una vez más, el Banco Central nos dice tranquilizadoramente: “El crecimiento de la deuda de consumo ha sido coherente con la recuperación del consumo de los hogares, luego de la crisis financiera y del terremoto de principios del 2010. Durante el 2010, el consumo de los hogares creció 10,9%, superando el promedio anual del período 2002-2007 (5,9%). Asimismo, el mayor endeudamiento parece estar acorde con los incrementos del ingreso disponible, lo que se ha traducido en indicadores de endeudamiento relativamente estables luego de la crisis, mientras que los indicadores agregados muestran una reducción de la carga financiera de los hogares”[3].

Deuda de los hogares (variación real anual, porcentaje)

Prom. 2002-2007

2008

2009

2010

2011 PTrim.

Contribución crecimiento

Participación % en la deuda

Hipotecaria

14,1

12,9

7,3

7,0

7,6

4,2 %

55,8

Consumo

17,9

3,9

1,8

8,1

9,5

4,2 %

44,5

Total

15,8

8,7

4,8

7,5

8,4

8,4%

100,0

Fuente: Banco Central de Chile.

El tema es cómo ese sostenido proceso de endeudamiento moldea culturalmente a la población al mismo tiempo que condiciona su comportamiento económico, social y político. Como hemos sostenido en otro artículo, “a través del crédito (…) se ha terminado de consolidar un cerco material y subjetivo que al mismo tiempo que permite a las personas el acceso inmediato a los bienes y servicios que los medios de comunicación y la cultura prevaleciente les presentan como necesarios para estar integradas en la sociedad, las comprometen a años de trabajo en condiciones de sobreexplotación como único camino para generar los ingresos que les permitan saldar sus deudas.[4]

En efecto, una vez contraído un primer crédito, la persona se torna fácilmente “cliente crónico” de la institución que le otorgó esa posibilidad o de otras que le permitan seguir repitiendo la experiencia. No sólo porque los agentes colocadores de crédito multiplican el asedio del cliente una vez contactado, sino porque éste cae rendido a la tentación de seguir accediendo al consumo por este expediente, que le permite saltar por encima de las limitaciones de sus ingresos inmediatos.

Como analizó tempranamente Tomás Moulian, “el crédito permite realizar una consumación del deseo de consumo sobre la base de un disciplinamiento a posteriori. Es la puerta de entrada al paraíso del consumo, a través del purgatorio del endeudamiento”[5]. Y completaríamos esa frase, diciendo: endeudamiento sostenido y pagado con el infierno de la esclavitud del trabajo asalariado.

Porque, como es claro, pagar un crédito exige ser capaz de generar en el plazo de su vencimiento al menos los ingresos que permitan servir la deuda al mismo tiempo que mantener el consumo corriente. Y esos ingresos, en el caso de los hogares en Chile, provienen en un 75% de los ingresos laborales[6]. Así que, en lo esencial, no queda más que trabajar y lograr que nuestros ingresos provenientes del trabajo crezcan, al menos en la medida suficiente como para enfrentar los pagos de un volumen de deuda que rápidamente se torna creciente, producto de los elevados intereses y de nuevos créditos contraídos mientras nuestra solvencia lo permita.

El trabajador o trabajadora endeudada en estas circunstancias se torna en la mano de obra más flexible que algún empresario puede desear, mucho más allá incluso de lo que la legislación laboral permite. Acepta cualquier tipo de trabajo, por precario que éste sea, con contrato o sin contrato, por obra, a plazo fijo, a trato, a honorarios, por servicios transitorios, etc[7]. Acepta la jornada de trabajo que se le pida, aunque implique pasar por alto el descanso semanal, los límites de la jornada ordinaria y extraordinaria y el no uso de su derecho a vacaciones. Todo tras el afán de generar a la brevedad posible el ingreso necesario para pagar las deudas y no caer en el tenebroso DICOM, la lista negra de las personas morosas, que no sólo las excluye de futuros créditos sino que puede cerrarles el acceso al empleo.

Por todo esto tanto o más importante que la tasa de desempleo, que a lo largo de la década 2000-2010 se mantuvo la mayor parte del tiempo por encima del 9%, es la mala calidad del empleo la que mejor refleja esta realidad. Así, por encima de los 602.180 desempleados registrados oficialmente, en la actualidad existen 740.207 subempleados, o sea, personas que trabajan involuntariamente menos de 30 horas a la semana.

De modo que si la tasa de desempleo ha bajado recientemente hacia un 7,5% hacia mayo-julio 2011, eso ha ocurrido al mismo tiempo que el subempleo ha subido en un 25%, unas 150 mil personas más, entre enero-marzo de 2010 y mayo-julio de 2011, 60% de las cuales son mujeres[8].

Por otra parte, desde el punto de vista del salario, a la hora de contratarse, la persona endeudada no se pone precisamente exigente. Y no es extraño por ello que el 70% de los asalariados privados reciba un ingreso inferior a los $300 mil por su ocupación principal. Una vez contratada, esta persona dudará en sindicalizarse, en la medida que esto pueda poner en riesgo su ya precaria estabilidad laboral y sus posibilidades de ser mejor remunerada y de ser promovida o recibir otros beneficios que el empleador otorga discrecionalmente entre el personal, como ocurre con frecuencia con la capacitación. El sindicato ha dejado de ser a ojos de una mayoría de los trabajadores y trabajadoras un canal efectivo para mejorar sus condiciones de ingreso y para acceder a los bienes materiales a los que quiere acceder.

En caso de sindicalizarse, en la mayoría de los casos, responderá a una lógica eminentemente reivindicativa y de corto plazo; carente de mayor adhesión a principios de solidaridad o de proyección socio-política del sindicato. Llegada la hora de la negociación colectiva, esta persona, como no alienta mayores perspectivas de estabilidad laboral, preferirá siempre un importante “bono de término”, por encima de mejoramientos salariales o de beneficios anuales, salvo que sean inmediatos. Y podrá tener inclusive posturas muy radicalizadas y disposición al conflicto, ya que no está interesada en el clima laboral de una empresa en la que no piensa o aspira a permanecer, ni en un sindicato al que se ha afiliado circunstancialmente.

La ruptura del movimiento estudiantil

Las movilizaciones estudiantiles por una educación pública, gratuita y de calidad han remecido la conciencia mayoritaria de la población acerca del sistema de dominación vigente y han sacado a la luz no sólo las profundas desigualdades y segregaciones que en el ámbito de la educación genera el imperio del mercado, sino que han iniciado un proceso de ruptura con la noción –ampliamente internalizada en el mundo adulto- de que era razonable que las familias asumieran elevados costos económicos y una mochila de deudas, si aspiraban a dar una profesión de calidad a sus hijos e hijas.

La recuperación de la noción de la educación como un “bien público”, como un derecho que debe ser garantizado por el estado y al que las personas acceden por su condición de ciudadanía, sin que se pueda discriminar al respecto por los ingresos de que dispongan, es una cuestión medular y decisiva en la gran batalla ideológica que los niños y jóvenes están protagonizando y que está transformando radicalmente las conciencias de sus progenitores y cambiando el panorama político en el país.

Mientras tanto, respecto de la operatoria de los “mercados de la educación”, han ido quedando de manifiesto muchas verdades ocultas. Se ha develado que la falta de mayores regulaciones ha propiciado, por el lado de la “oferta” -o sea de quienes venden los servicios educacionales-, el que los precios (matrículas, aranceles) se disparen sin relación alguna con la calidad ni el costo efectivo de generarlos. Como suele ocurrir en mercados que se estructuran como “competencia monopolística”[9], más allá de la diferenciación de los servicios brindados por una u otra empresa, la publicidad se ha encargado de hacer aún más poco transparente la relación precio-costo-calidad de lo que se ofrecía a ojos de los potenciales “compradores”.

Se ha develado también que la inmensa mayoría de los “demandantes” del servicio –las familias- incapacitadas para pagar con sus ingresos corrientes estos precios, han recurrido -para asumirlos- a un costoso y extendido endeudamiento con la banca, que ha encontrado así un nuevo producto que vender y con el que lucrar. Y se ha develado finalmente, que como ocurre con muchos servicios y bienes de consumo, la educación recibida ha resultado ser –para un porcentaje significativo de niños y jóvenes- de menor beneficio que lo se ha pagado por ella. Pero los pagos y compromisos de pago ya están hechos.

Este remezón de las conciencias debe proyectarse en el mundo de las trabajadoras y trabajadores, alentándolos a no vivir más dependiendo de un crédito usurero y a romper con la esclavitud asalariada, a no aceptar más las pésimas condiciones de empleo y de salarios que imperan en Chile, a exigir otro esquema de desarrollo, una economía con centro en el trabajo digno y decente, proclamado por la OIT. Cuando esto ocurra, el amanecer que los niños y jóvenes están abriendo se tornará ya no sólo en una promesa, sino en la realidad de un Chile distinto.

Manuel Hidalgo Valdivia

Economista-asesor sindical

Septiembre de 2011

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[1] “Informe de Estabilidad Financiera”, Primer semestre 2011, Banco Central de Chile, www.bcentral.cl.

[2] “Deuda de los hogares crecerá entre 6% y 7% en 2010”, Cámara de Comercio de Santiago, julio 2010.

[3] “Informe de Estabilidad Financiera”, Primer semestre 2011, Banco Central de Chile, www.bcentral.cl

[4] “Las cadenas del endeudamiento”, Manuel Hidalgo, mayo de 2011. www.amerindiaenlared.org

[5] “Chile actual. Anatomía de un mito”, Tomás Moulian, LOM-ARCIs, junio de 1997.

[6] “Encuesta Financiera de los Hogares 2007”, Banco Central de Chile, www.bcentral.cl

[7] Para análisis del mercado laboral y propuestas de cambio, ver “Desigualdad y condiciones laborales. Desafíos futuros del mercado laboral chileno”, Jaime Ruiz Tagle y Kirsten Sehnbruch, 14 de octubre de 2010, http://fundaciondialoga.bligoo.cl.; “Los nudos laborales y una estrategia de reforma”, Andrea Repetto y Ricardo Solari, Puntos de Referencia 324, agosto de 2010, www.cepchile.cl; y “Por una reforma laboral verdadera”, Marco Kremerman et.al., Fundación Sol, mayo de 2011, www.fundacionsol.cl

[8] “Cuidado con la burbuja laboral”, Gonzalo Durán, Marco Kremerman y Alexander Páez, 11 de septiembre de 2011, Fundación SOL, www.elquintopoder.cl

[9] Se trata de mercados en que, aunque existen numerosos ofertantes, cada uno de ellos, ofrece –a ojos de sus consumidores- un producto (o servicio) que no es del todo homogéneo con el que ofrecen los demás. Es decir, existe una “diferenciación” del producto, basada potencialmente en factores de ubicación geográfica, calidad real o supuesta, servicios anexos al producto, factores de marketing, que permiten a cada competidor –ofertante- manejar sus precios como lo hace un monopolio, dentro de ciertos límites.

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